La enseñanza antigua descansaba sobre tres «artes» verbales (gramática, retórica, lógica) y cuatro numéricas[1], impartidas frecuentemente por un solo profesor, cuya principal diferencia con respecto a las Letras y Ciencias actuales estaba en añadir la música a sus materias, y no incluir entre ellas a la historia. A medida que fuimos creciendo en conocimientos y recursos —cosa acelerada vivamente por la Revolución Industrial—, esas artes se ampliaron hasta comprender una veintena de «ciencias» atendidas por Facultades y Escuelas Técnicas, cada una distribuida en varias docenas de disciplinas, y la formación universalista convivió con la especializada. Esos centenares de nuevos campos empezaron subrayando la frondosidad del árbol único formado por lo real; y una Universidad exultante por la multiplicación de alumnos, docentes y saberes florece desde finales del siglo XVIII en Alemania y Francia, seguida a poca distancia por Inglaterra. Ciencia y filosofía son términos equiparables, sin perjuicio de que uno apunte más al dominio técnico y el otro a una exploración del sentido. Newton llama a sus investigaciones natural philosophy, Kant se esfuerza por pensar con rigor newtoniano, y Hegel construye el concepto científico por excelencia para lo venidero, que es el de evolución (Entwicklung).
La polémica entre disciplinarios y multidisciplinarios, adaptados y críticos, se hace esperar hasta el Sistema de política positiva o tratado de sociología, que instituye la religión de la humanidad (1854), un libro en cuatro volúmenes donde el ingeniero Augusto Comte identifica filosofía con «metafísica», pues divaga sobre el porqué remoto de las cosas en vez estudiar metódicamente su cómo. El punto de apoyo para esta afirmación es la disciplina más reciente del momento —la filosofía de la historia puesta en circulación por Hegel—, aunque sus respectivas interpretaciones no pueden ser más dispares[2]. Para Comte, la edad teológica o inicial fructificó en el saludable acuerdo de ideas y costumbres representado por la sociedad teocrática. Su sucesora, la edad metafísica, se sirvió de abstracciones como el concepto de razón y el de causa final para fundar democracias, donde el individualismo impuso lo «quimérico, ocioso, dudoso, vago y destructivo». Por último, la edad positiva o científica interrumpirá esa catástrofe libertaria con un orden «sociocrático», donde en vez del Dios trascendente los pueblos venerarán al Gran Ser formado por ellos mismos, encomendándose a un sacerdocio de profesores e investigadores, formados para disciplinar al inconformista con una dictadura aligerada de ideología, puramente «empírica»[3].
Con el paso del tiempo, hasta algunos manuales de bachillerato[4] darán por hecho que filosofía y ciencia son actividades heterogéneas; y se nos han olvidado tanto las grietas de la construcción comtiana[5] como su presentación litúrgica de la actitud científica, iniciada cada mañana con una forma peculiar de persignarse. Pero sin perjuicio de pasar media vida en el manicomio, Comte vio con admirable claridad que el cultivo del saber se objetivaba rápidamente, y que la scientia estaba llamada a ser una institución tan nuclear como la propiedad o el propio Estado. Hasta entonces los científicos se habían limitado a ampliar el dominio humano sobre la naturaleza con hallazgos técnicos, y en lo sucesivo ampliarían el dominio del ser humano sobre sí mismo, refundando la cohesión social con un cuadro de certezas equiparable a los antiguos credos.
En otras palabras, el desafío moral e intelectual de los nuevos tiempos iba a ser convivir apaciblemente con el ateísmo, evitando regresiones laicas al imaginario apocalíptico como las que acabarían representando el anarquismo y los totalitarismos. En tiempos de Comte el prototipo de esa regresión laica fue el paraíso derivado de abolir el Tuyo y el Mío[6], que a él le parecía «el corazón más íntimo de la «metafísica». Medio siglo después, cuando el positivismo reaparezca como neopositivismo, el movimiento ha cambiado de ideario político hasta el extremo de apoyar la revolución marxista[7], pero mantiene y hasta amplía sus funciones de supervisión intelectual:
El método correcto de filosofar sería no decir nada salvo aquello que se puede decir; es decir, las proposiciones de la ciencia natural —algo que nada tiene que ver con la filosofía—, y siempre que alguien quiera decir algo de carácter metafísico, demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos en sus proposiciones[8].
En sus conferencias sobre el atomismo lógico, dictadas en 1918, Russell definió el «carácter metafísico» como «la filosofía de quienes siguen más o menos a Hegel» e imaginan que las panes remiten siempre a algún todo, cuando el sentido común nos dice que hay hechos relacionados de modo sólo «externo». Cierto instituto norteamericano —la Fundación Barnes— tuvo la feliz idea de conceder a Russell una beca generosa para que se explicara en detalle, y de ello nació su Historia del pensamiento occidental (1945), un texto encantador por amenidad e ironía, llamado a ser el supervenías del género, gracias al que no pocos nos sentimos atraídos por la filosofía[9]. Sólo quedó descontenta parte de la crítica literaria y el propio patrocinador, cuya indignación llegó al extremo de reclamar formalmente una devolución de su ayuda, pues formaba parte del compromiso evitar un tratamiento caricaturesco y desinformado, que a su juicio resultaba singularmente escandaloso en el caso de Kant y otros pensadores modernos[10].
Hoy, a principios del siglo XXI, las horas dedicadas a historia del pensamiento han desaparecido o están desapareciendo no sólo de la enseñanza secundaria sino de la universitaria (salvo las Facultades dedicadas monográficamente al asunto, que a su vez se encuentran amenazadas de cierre por escasez de matrícula), y los planes docentes se dirían nacidos de combinar a Comte con Wittgenstein, aprovechando que la democratización de la enseñanza superior impone acortar el plazo de espera desde el título hasta la primera colocación. Por lo demás, que las aulas hayan sufrido —como los aeropuertos o la carretera— un proceso de masificación y estandarización les viene de no ser ya espacios minoritarios o privilegiados, cosa aceptable para el demócrata a despecho de sus asperezas prácticas, y no tiene la misma justificación reclamar que la enseñanza se someta a tutela ideológica. Que así ocurra, y cuando el positivismo ha perdido gran parte del previo carisma doctrinal, indica hasta qué punto cumplió su misión de corporativizar la docencia.
En bachillerato, por ejemplo, se entiende que estudiar historia de las religiones será menos imparcial y útil que estudiar educación para la ciudadanía, cuando hay una excepcional literatura sobre lo primero y apenas dos o tres improvisaciones sobre lo segundo, todas ellas rebosantes de partidismo. En enseñanza superior, a ese tipo de asignatura bibliográficamente mísera —aunque sólo sea por reciente— incumbe demostrar que las Letras se han hecho científicas, dejando atrás sus balbuceantes principios[11]. Los pedagogos se forman estudiando disciplinas como Gestión de Centros Docentes, los politólogos se ilustran con Ciencia de la Administración, y los economistas reducen a un curso la evolución del pensamiento económico tras pasar por una docena de asignaturas econométricas, aunque más de uno sería ya inconmensurablemente rico si los precios fuesen predecibles con ayuda de ecuaciones[12]. Del asalto positivista al sentido queda un complejo de inferioridad para las Humanidades, abordado con inyecciones disciplinarias que aspiran a asegurar el conocimiento gremializándolo; cuanto más coyuntural sea alguna cuadrícula más tiempo insistirá en la asepsia científica de su método, y menos en lo que efectivamente sabe de un asunto.
Por otra parte, la filosofía nunca necesitó patrocinio para existir, y que su historia abandone los planes de estudio no ha acabado con el lector de pensamiento. Más o menos como de costumbre en los últimos siglos, aunque sostenido de modo vigoroso por las posibilidades de instrucción gratuita e infinita que inaugura Internet, su tipo de pesquisa —y en especial la historia de las ideas— se mantiene como un género a caballo entre lo extravagante y lo exquisito, tanto más flexible cuanto que menos dependiente de marketing y monopolio. Hay una nueva generación de crónicas parciales y generales sobre los filósofos ilustres, y templos del prestigio académico como Oxford o el M. I. T. añaden a sus licenciaturas en económicas o física nuclear la guinda de un semestre sobre idealismo alemán o pensamiento presocrático.
El papel de la intuición.
Etimológicamente, filosofía y ciencia son disposiciones tan distintas como cierta vocación («amor al saber») y cierto talento («aptitud para analizar»)[13], cuya complementariedad llevó a reunirlas como cara y cruz de la misma moneda: una ciencia no filosófica tampoco sería científica, y una filosofía no científica tampoco sería filosofía, ya que el objeto inalterable de ambas es «entender la naturaleza»[14]. Esto resulta indiscutible lo mismo para el racionalista que para el empirista, y no sufre modificación cuando el tránsito de la sociedad clerical-militar a la comercial multiplique espectacularmente los recursos, suscitando por un lado sabios en química y mecánica, que iban a ser los primeros científicos no filósofos[15], y por otro filósofos hechos a la creciente complejidad del orden humano, llamados a ser también sociólogos, antropólogos, economistas y psicólogos. El progreso general del saber se manifiesta paradigmáticamente en que aparezca al fin el observador, una proeza ocurrida a finales del XVIII, cuyos ecos llegan hasta la física relativista y el principio de incertidumbre.
El responsable inicial de ello es Kant, que con precisión de orfebre, traduciendo uno por uno los modos de ser en modos de pensar, demuestra cómo nuestra mente «legisla» sobre todo cuanto observa. En cualquier momento previo este hallazgo habría dado alas al escepticismo[16], sugiriendo que estamos inmersos en una burbuja solipsista; pero Kant se aplica a pinchar esa burbuja con el estilete de un nuevo sentido crítico, que al convertir en consciente la estructura inconsciente nos despierta del «sueño dogmático». En vez de seguir pontificando sobre la «cosa en sí», la actitud científica consistirá en examinar las cosas como «fenómenos»[17], reuniendo pacientemente las noticias sobre cada una hasta obtener una representación no ingenua o «acrítica», donde la distancia estética permite distinguir certezas a priori y certezas a posteriori, moldes perceptivos y objetividad.
Por otra parte, pasar de ontología dogmática a fenomenología descriptiva elevó exponencialmente la complejidad del discurso, que ya era denso antes de Kant y que a partir de sus primeros discípulos —Fichte, Schelling y Hegel— se torna casi críptico, no ya para el lector culto sino para bastantes profesores de filosofía, consumando un giro de tuerca comparable al que se impone en aritmética cuando pasamos de ecuaciones lineales a las de grado superior. Comte, por ejemplo, decide en 1850 leer a Kant pero descubre al poco que es incapaz de hacerlo sin desasosiego, pues la perspectiva crítico/epistemológica —le impone examinar todos los asuntos como una amalgama de conciencia y conciencia de sí, introduciendo un álgebra conceptual no explicada en los programas de su Escuela Politécnica Superior. El antídoto para discursos abstrusos y paralizantes será lo «positivo», una actitud donde el arte analítico personal pueda suplirse con la mecánica del método, calcada a su vez sobre la racionalidad que tan eficazmente está revolucionando la manufactura del algodón, el acero y otros bienes indiscutibles.
La reforma positivista no prende en el ámbito anglosajón hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando Inglaterra y Alemania llevan casi un siglo siendo académicamente hegelianas; y la Gran Guerra ofrece argumentos adicionales al escandalizado ante la tesis de que «todo lo real es racional y todo lo racional es real». Pero el neopositivismo no la rechaza por motivos sentimentales —como los del romántico y el apocalíptico—, sino considerando que el pensamiento es reductible a sintaxis lingüística, y que la lógica matemática puede depurar (clean up) el habla natural de «hipotecas metafísicas»[18]. Tanto la racionalidad como la irracionalidad del mundo son fruto a su juicio de la misma falacia «monista», que ve en el mundo un fenómeno interconectado cuando cabe entenderlo desde el «pluralismo», como un conjunto de hechos independientes en vez de interdependientes[19]. El primer Wittgenstein consideró que bastaba a tales efectos «repetir las proposiciones de la ciencia natural» y callar sobre «lo místico», si bien Russell se lanzó a crear un lenguaje «atómico» y acabó enfrentado al hecho de que expresar lo simple sin metafísica conlleva una extrema prolijidad[20].
El atomismo lógico fue a su vez la antesala teórica para la mecánica cuántica, una disciplina que enfrentada a la conducta de entidades inauditamente pequeñas y breves, sólo accesibles para instrumentos muy sutiles de observación y cálculo, se decidió a codificar «nociones ajenas a toda idea mental»[21] y puso así en marcha la segunda ciencia no «monista». Dicha orientación acabaría haciéndose hegemónica, aunque no sin suscitar antes los encendidos debates del V Congreso Solvay (Bruselas, 1927), sede para la más deslumbrante colección de genios físico-matemáticos jamás reunida. Pauli, Schrödinger, Lorentz y De Broglie se mostraron «decepcionados» por algo que, según el primero, desembocaba en «una disolución de la realidad física como concepto», y Einstein rozó la desconsideración espetando al joven Heisenberg que el «embrujo del cálculo matricial es una maquinaria profética a la cual somos incapaces de conferir un sentido claro». Años después escribirá a Russell diciéndole que no «podemos arreglárnoslas sin ‘metafísica’»[22], so pena de renunciar también al pensamiento en sentido fuerte o intuitivo, conformándonos con una idea del objeto físico como suma de mediciones.
Medir es evidentemente crucial en física matemática, pero los sabios reunidos por Solvay no discutían tal obviedad sino qué debería entenderse por «teórico», un término derivado de divino (tbeos) y concepto (boros), tradicionalmente sinónimo de luz proyectada sobre algo hasta entonces oscuro. Teoría llevaba dos milenios siendo un modo luminoso de intuir cómo «las cosas participan unas de otras»[23], que invariablemente valía para el conjunto del mundo y ampliaba su sentido, entendiendo por sentido alguna razón de ser previamente omitida. La teoría de la relatividad, por ejemplo, es a despecho de sus complejidades y sutilezas una construcción perfectamente intuitiva, que entre otras cosas anticipa una incurvación del espacio/tiempo proporcional a su masa/ energía[24]. En contraste con esa tradición, la mecánica cuántica se permitía ser «local» en vez de universal, y proponía un nuevo significado para intuitividad: esquema predictivo «no contradicho por los hechos». Pero si bastaba no ser desmentido por las observaciones ¿qué distinguía a esas teorías de la probatio diabólica inaugurada por el inquisidor medieval, donde la carga de la prueba se desplaza desde quien afirma a quien niega?
El debate entre intuitivos y neointuitivos inaugurado en 1927 condujo a un triunfo creciente de los segundos, mientras unas pocas eminencias —inicialmente De Broglie y Bohm, más adelante Feynman— mantenían su disconformidad e iban pareciendo con ello cada vez más extravagantes, hasta que medio siglo después la generación de Haken, Mandelbrot, Smale y Prigogine mostró la posibilidad de teorizar otra vez en términos clásicos. El trasfondo de la cuestión no era discutir que los datos del dominio subatómico fuesen conocimiento, sino hasta qué punto eran un salto cualitativo en nuestra comprensión del mundo. «La naturaleza ama ocultarse», había dicho Heráclito, y con los neointuitivos renacía la arrogancia del dogmatismo filosófico, tanto más robusta cuanto que emancipada de explicarse mediante ideas. Al plantear como hallazgo teórico cualquier sistema de medidas «no contradicho por las observaciones», el físico de partículas se sentirá llamado a declarar periódicamente que la naturaleza dejó de ser esquiva, y los enigmas tienen sus días contados[25].
En el terreno que Hume llamó ciencias del hombre, esa aspiración a clausurar el enigma es bastante anterior y se relaciona con la tesis positivista de que lo social puede reducirse a lo estadístico, lo matemático a lo lógico, lo mental a lo químico, lo jurídico a lo económico, el pensamiento a la gramática y el curso del mundo a «leyes» del desarrollo. No hay duda de que relacionar entidades de tipos distintos amplía el conocimiento, aunque esto se consigue ahora simplificando drásticamente las entidades y los tipos —como empieza por hacer Comte cuando analiza la «metafísica» ciñéndose al pensamiento jacobino—, y resulta así que el programa de llevar las cosas desde su por qué a su cómo permite en la práctica omitir esto último. Los antiguos decían amor ventas, amor rei (amar la verdad es amar la cosa concreta), y una ironía objetiva hace que el pormenor le sobre menos a quienes teóricamente se desentendieron de él —los «metafísicos»— que al concentrado en sus «hechos».
El fruto intelectual más destacado de esa reducción en cadena es el historicismo, una reviviscencia del discurso profético que a mediados del XIX se bifurca en los programas de la sociocracia, la sociedad sin clases y el darvinismo social, tres modos parejamente simplificadores de plantear nuestro destino. Sus videntes se remiten directa o indirectamente a Hegel, de quien ha partido la revolucionaria versión del ser como devenir y del movimiento como evolución; pero Hegel planteó una filosofía del a posteriori, donde lo verdadero llega siempre como resultado y entender significa «dejar que las cosas se expongan a sí mismas», mientras sus epígonos se afanan en someter el futuro a alguna camisa de fuerza. Saben qué ocurrirá, y en función de qué, sin necesidad de esperar a la obra poética de cada tiempo, y sin necesidad tampoco de profundizar en lo ya vivido hasta aprender de ello[26]. Tanto han reducido las «condiciones» que interpretan la dialéctica hegeliana del amo y el siervo fantaseando con una evolución detenida, como si derogar formalmente la esclavitud, por ejemplo, aboliese la superioridad e inferioridad relativa de individuos y grupos, cancelando la lucha ancestral por el reconocimiento. Si pusiese en práctica la dictadura sociocrática, o la del proletariado, el ser humano dejaría de condicionar su vida al prestigio.
El discurso de la analogía.
¿Qué actualidad conserva la tradición filosófica? A mi juicio, ser el prototipo del pensamiento que analiza los deseos antes de ponerse al servicio de alguno, y que directa e indirectamente amplía un margen de elección reducido en otro caso a 0 o 1. La lógica formal se ahorra paradojas declarando que «la tautología es incondicionalmente verdadera, la contradicción no es bajo ninguna condición verdadera»[27], aunque con ello deba definir el cambio como contradicción y vaciar de contenido cualquier enunciado, atribuyendo la misma validez a que tales hombres son rubios y tales otros son esclavos. Tras inventar ese formalismo, que excluye por principio la obra del tiempo, la tradición filosófica se esforzará por completar la lógica sólo formal con una lógica sustantiva, donde la contradicción funda sentido y la proposición de que algunos hombres son esclavos significa que no son hombres. Lo común a su esfuerzo será intentar captar la acción coagulada en cada hecho, devolviendo al lenguaje su capacidad para trascender la fijeza y el aislamiento de sus términos, cosa en definitiva idéntica a minar los pilares del fanatismo.
Por lo demás, nada se acerca a la dificultad de pensar el movimiento, que impone perfiles borrosos a todo lo movido y se mantiene invisible como impulso, sembrando el horizonte de relatividad e incertidumbre. De ahí que la idea de naturaleza —algo que «descansa cambiando», como «polvo bellamente esparcido al azar»[28]— fuese y sea una impiedad para la revelación ancestral de dos mundos, el verídico o fijo y el móvil o ilusorio. Un universo verídico y móvil no hace acto pleno de presencia hasta los físicos presocráticos, que denuncian la contaminación del pensamiento por el deseo y llaman a contemplar el medio desapasionadamente, porque «la verdad clara y cierta nadie la ha visto»[29]. Tampoco se habían resuelto hasta entonces algunas sociedades a estatuir democracias en el predio de las aristocracias hereditarias, y para contextualizar el nacimiento de la filosofía nada es tan ilustrativo como recordarlo. Sentirse libre intelectualmente hizo justicia a serlo políticamente, consolidando al tiempo igualdad jurídica y curiosidad científica[30].
Los físicos griegos se habían resuelto a observar por observar, desunciendo a la inteligencia de funciones edificantes, y al esforzarse por pensar el movimiento toparon de inmediato con el sentido de la muerte. Génesis contempla la suerte de Adán y Eva como algo no decidido hasta rebelarse, y ver en su condena un hecho contingente acabará permitiendo que cristianos e islámicos conciban la muerte como mera apariencia, contradicha por el ingreso de cada individuo en una eternidad celestial o infernal. Ya mucho antes, y en todos los continentes, florecían y florecen altares paganos dedicados a reponer ofrendas de líquidos y sólidos para los difuntos, cuya existencia fantasmal no les ahorra frugales colaciones. Unir la finitud a la vida individual sin patetismo, como el color con la extensión, no ocurre en realidad hasta que lo divino deje de ser algún amo subjetivo y pase a concebirse como la vida en cuanto tal.
El filósofo se encuentra tan estremecido como el resto por el hecho de que nuestro ser sea prácticamente un estar, concluido por lo general entre estertores. Sin embargo, no comulga con quienes ven en la muerte un castigo —y menos aún una mera apariencia—, porque ve en ella a la vida misma renovándose, cuya astucia es empujar sin contemplaciones al mejoramiento o la extinción de cada cepa[31]. Platón, grandioso como mitógrafo y constructor de conceptos, tiene todavía un pie en el discurso de los dos.— mundos, que le mueve a ver en la corporeidad una cárcel para lo anímico, y en la obra del tiempo un predominio abrumador de la aniquilación sobre la creación. Aristóteles tiene ya ambos pies en el cultivo de la inferencia, y aprovecha los análisis del maestro para ofrecer la primera teoría ni lacrimosa ni maníaca del devenir, que pasa de individuos castigados por la finitud al proceso de una naturaleza viviente o autoorganizada, cuyos estados pueden y deben captarse como momentos.
Donde reinaba la disyunción entre cuerpos y almas él propone investigar una dinámica de materias y formas, dos nociones hoy nucleares para el lenguaje científico que construye aprovechando una pareja de términos hasta entonces sólo coloquiales: una hylé sinónimo de madera (en su acepción de «combustible»), y una morfé sinónima de figura o aspecto. La materia se precisa al recibir forma; la forma se multiplica al recibir materia, y desde los átomos en adelante nos será imposible encontrar otra cosa que materias más o menos informadas, cuya simbiosis con el movimiento les impide ser enteramente «las mismas para sí mismas». El contenido racional de cada entidad es aquello que tiene de existencia determinada, no ya piedra o caballo sino qué tipo de piedra y caballo, y —dentro de esos tipos— qué individuo concreto o actual está siendo considerado.
La identidad de todo lo abstracto parte de guardar proporciones inalterables, como los 180 grados que suman siempre los ángulos de un triángulo. La identidad «hilemórfica» descansa sobre el metabolismo de un universo insondablemente preciso, donde van apareciendo abortos junto con animales cada vez más aptos para procesar datos y reproducirse, en los cuales la caducidad personal no sólo garantiza la pervivencia sino el desarrollo de sus respectivas especies. Para discurrir sobre el reino de lo tautológico —como hacemos al separar almas y cuerpos, mundo inteligible y mundo sensible—, basta el «o esto o aquello» del juicio excluyente; pero el ámbito físico incluye cosas realmente concretas en vez de sólo aludidas o imaginadas, cuya comprensión desborda los confines del razonar disyuntivo y exige añadirles relaciones de analogía, tomando en cuenta «esto, aquello y lo demás»[32].
Al repasar la obra de sus predecesores, Aristóteles observa que nuestra primera proeza intelectual fue organizar lo abstracto, presentando el ser y el pensamiento como conceptos o determinaciones puras, y deduciendo de ello que el devenir es una ilusión[33]. Ese discurso se independizó con ello de los tópicos religiosos y puso los cimientos de la coherencia que es la lógica elemental. Con todo, un saber que dejó de estar dominado por el deseo quedaría a mitad de camino si no aprovechase las relaciones descubiertas en lo abstracto para regresar a lo concreto, pasando del mundo ideal al real, del dogma a la historia. Lo notable del caso es que volver desde las esencias puras a las existencias le exige relativizar su propio hallazgo inicial —el principio del tercero excluso (A es A o B, nada más)—, comprendiendo que guía unas veces y extravía otras, porque cualquier cosa determinada enseña algo no sujeto a las fronteras del sí y el no, donde operan ilimitados terceros o términos medios. Esos terceros mantienen la continuidad en el seno de lo aparentemente discontinuo, permitiendo transitar de la lógica binaria a las infinitas posibilidades y graduaciones de lo existente[34].
Más aún, sólo relativizando la regla del tercero excluso estará también la inteligencia a cubierto de la terca voluntad, que renueva versiones maniqueas del acontecer desde los altares de la súplica y el artículo de fe. De ahí que no haya una ciencia contrapuesta a la mera opinión, sino un «sistema de las ciencias» fundado en el rasgo más azaroso y manifiesto del mundo, que es sobrepasar sin pausa al individuo concreto pero descansar sobre individuos concretos, humanos o no. Ser lo frágil por excelencia invita a suponer que la individualidad es siempre resultado y nunca principio, pero seres determinados son la «substancia» primaria en todos los rincones del universo, y suponer cosa distinta debe atribuirse a nuestras dificultades para percibir el movimiento, cuya consecuencia es una inclinación a sustantivar lo adjetivo. La fuerza, la verdad y la belleza serían infinitamente superiores a cierta roca o un pájaro, aunque ningún epíteto se acerca al contenido implícito en el más evanescente y minúsculo de los seres reales, que es una naturaleza desdoblada en subjetividad y objetividad.
Sólo lo redundante es comprimible.
Cuando Hegel actualice el Corpus aristotélico y lo presente como teoría general de la evolución, todos los círculos cultos empiezan acogiendo con entusiasmo su lógica «especulativa»[35], que invita a investigar el sentido autónomo de la historia natural y la humana, cuando hasta entonces la esencia y la existencia se permitían divergir. Sin embargo, la complejidad que acababa de reconquistarse no tardará en despertar las pláticas del profeta historicista. El sistema de las ciencias casaba muy mal con el progreso de la especialización, y a lo arduo de pensar el movimiento se añadía el vértigo de admitir que no sólo debemos estar abiertos al cambio en las cosas sino en nuestros esquemas de juicio, imponiendo una autocrítica ajena a la racionalidad del creciente edificio corporativo. Tan arraigado estaba aún el criterio de lo verdadero y lo falso como estaciones distintas que la propia dinámica de materia y forma —un expediente para evitar la dualidad de mundos— acabará suscitando la más dogmática de las disputas: aquella donde debemos elegir entre materialismo y formalismo. Cualquier cosa antes que renunciar a una victoria de la recta voluntad sobre la sinuosa inteligencia[36].
Ya en nuestros días, la lógica del tercero excluido ofrece la expresión más rotunda de su capacidad y de sus límites gracias al ordenador, que partiendo de la opción 0—1[37] calcula con velocidad inaudita, almacenando y moviendo paquetes de datos con precisión no menos inaudita. Todos estábamos convencidos de que despejar ecuaciones de cuarto grado, o ser el jugador de ajedrez más fuerte del mundo eran empeños menos sencillos que trasladar el sentido de cualquier frase desde una lengua natural a otra, y no cambiamos de criterio hasta ver a nuestros colosos electrónicos sumidos una y otra vez en errores infantiles al intentar hacerlo. Sin embargo, esa constatación nos devuelve a la diferencia entre abstracto y concreto, lo primero accesible al análisis disyuntivo y lo segundo al analógico, pues cualquier cosa real no es sólo una nube infinita de detalles sino una totalidad específica, cuyo significado se evapora cuando lo sujetamos a algún término medio único[38]. Tan humilde parecía el intérprete, y resulta que maneja tiempos y espacios dispares, combinando complejidades abrumadoras para el más eximio calculista.
Proceder comprendiendo en vez de comprimiendo[39] sitúa al traducir en las antípodas del reducir, y cuando nuestros procesadores empiecen a conseguirlo las lenguas darán un paso sustancial desde la opacidad a la transparencia, ofreciéndose unas a otras sus hallazgos singulares y multiplicando el intelecto general en una medida comparable a la derivada de generalizar la educación. Con todo, reconocer la diferencia entre compresión y comprensión resulta más urgente aún en otras esferas para compensar el hecho de que algo tan admirable como institucionalizar el conocimiento amenace con ahogarlo de éxito, inspirando en cada disciplina programas de investigación cuya premisa es ella misma como logro definitivo. En tales circunstancias, y para aplazar el óbito por infatuación gremial, lo más estimulante se diría no olvidar que «el único método científico es aprender por sistema de nuestros errores, en primer lugar atreviéndonos a cometerlos al formular ideas»[40].
Allí donde el método sea algo distinto de la libertad responsable —una integral de autonomía y esmero— apostamos de modo más o menos consciente por una fosilización del saber, que el crédulo abraza como verdad absoluta y el avispado como capilla para promoverse, sancionando en ambos casos una empresa progresivamente solipsista[41]. El filósofo, por su parte, ha tratado tradicionalmente de amortiguar ese círculo vicioso con el sólo sé que no sé nada, donde por una parte reconoce que cualquier individuo llega siempre tarde a lo cumplido por el mundo, y por otra insiste en que el modo óptimo de adquirir y ampliar experiencia es esa rectificación sistemática que la cibernética acabó llamando bucle negativo de realimentación[42]. Así como ser indulgentes con el error ajeno atenta menos contra la ecuanimidad que consentirse el propio, la salud de la ciencia depende más aún de su capacidad autocrítica que de la meramente crítica, y todo progreso del conocimiento es directa o indirectamente tributario del hallazgo socrático: no cerrar nunca nuestras cuentas con lo real.
Los acusadores de aquél ateniense vieron en dicha decisión un desafío a la uniformidad de criterio y procedimiento, que sólo podría desembocar en una grave alteración de los valores. Cuando el paganismo se transforme en monoteísmo, muchos Padres de la Iglesia reivindicarán a Sócrates como un santo casi cristiano, por más que durante milenio y medio toda ciencia quedase atada a la fe como una sierva (ancilla), útil sólo mientras no osara contradecirla. Con la secularización volvieron en principio a abrirse nuestras cuentas con lo real, pero a la decadencia de la ortodoxia teológica siguió un auge progresivo de ortodoxias laicas, no menos exigentes por lo que respecta a uniformidad de líneas y métodos. La rama romántica de la Ilustración, con Rousseau como nuevo Moisés, iba a preparar el terreno para el primer experimento totalitario mientras buscaba un antídoto para la crisis del modelo clerical—militar, erosionado por el prosaísmo de las sociedades comerciales. Centrada en las bondades de la vida salvaje, su nostálgica filosofía de la historia universal presentó lo competitivo de la modernidad como extravío, sólo remediable a fin de cuentas con una expropiación generalizada.
La enseñanza laica empezaba entonces a convertirse en núcleo de una corporación planetaria, y combinar las perspectivas del ideólogo-demagogo con las del especialista socavó los cimientos del filósofo-científico. Sostenido antes sobre la ambivalencia del sabio y el corruptor, en lo sucesivo iba a cargar' con la etiqueta de personaje anacrónico, heredero de una tradición definible como diálogo de sordos y extravagantes, donde nadie había acertado a definir una manera lo bastante unívoca y práctica la felicidad colectiva. Este reproche anima no sólo a los herederos de Rousseau sino al inverso sentimental de esa actitud que representa el civilizado utilitarista, urgidos ambos a encontrar' recetas de salvación ante la tormenta desatada por la gran industria, cuyo ingenio dejó atrás las penurias de no producir lo bastante descubriendo las angustias de producir en exceso.
Sin embargo, es también entonces cuando aparecen las primeras historias informadas del pensamiento, que al relacionar cada concepción del mundo con su época habilitaron el veneno más sutil para el simplismo, mostrando —para empezar— cómo hasta el más ignorante de los iluminados contribuye al progreso de la ilustración[43]. El saber histórico, ampliado muy poco a poco desde la crónica de palacio a otros entornos, transforma la inmensidad de cada presente en un elemento algo menos inabarcable gracias al filtro del olvido, cuyo residuo es una experiencia no por inactual menos empírica. Aprendemos del pasado lo inaccesible para el amnésico, que es fundamentalmente capacidad analógica, amplitud de juicio, y aunque la historia de las ideas sea sólo una parte de la general no por ello deja de ser aquella donde el recuerdo es experiencia del saber en particular, punto de partida privilegiado para preguntarnos sin ingenuidad qué pudiera tener el mundo de cosa pensada, y el pensamiento de espíritu concreto. Esa parte de la memoria contiene la «galería de héroes que acumularon para nosotros el tesoro supremo del conocimiento racional»[44], e ignorarla equivale a prescindir de lo más próximo a un atlas de la inteligencia discursiva.
La vaciedad del método.
Hace algo más de medio siglo, fue precisamente la Historia del pensamiento occidental de Russell lo que me llevó a este campo de estudio, y en el crepúsculo de la vida constato que abarcar dicha materia ha ocupado gran parte del tiempo y las energías. Quizá predestinado por la tara del daltónico, que debe ver la clorofila y el fuego por sus contornos[45], ir llenando los vados de la ignorancia me obligó a identificar la investigación con la reconstrucción y a componer genealogías sobre asuntos muy diversos, pues no logro entender realmente cosa alguna hasta ser capaz de trazar su concepto hacia atrás y hacía delante, en términos cronológicos, añadiendo a cualquier asunto general un cuadro de peripecias particulares, consumadas en todo caso por personas singulares. Otros intelectos sacian su curiosidad sobre esto y aquello sin verse obligados a restaurar los paisajes del tiempo, aprovechando conceptos como estructura y fundón para organizar su materia en términos taxonómicos, que ordenan las cosas por clases y subclases.
Comparado con el esfuerzo de reconstruir, es diametralmente más sencillo y directo clasificar por tipos ideales. Y a tal punto es así que para el comprometido con lo primero el único consuelo es comprobar la diferencia entre unas y otras conclusiones, porque las ventajas del taxonomista le acercan también a un cultivo sistemático del tópico, haciendo que una película evanescente separe su doctrina de la obviedad. Véase, por ejemplo, cómo Bentham —padre de la taxonomía en sentido moderno y fundador del positivismo jurídico—, tuvo «cierto día» la «revelación» de que lo útil es el placer, y el placer es lo deseable (desirable). Nadie dirá lo contrario, pero ver en ese lugar común un rapto de profundidad conceptual se hace al precio de sustantivar un adjetivo, velando con lo deseable aquello efectivamente deseado por la especie humana, un campo donde la abundancia de iniciativas orientadas hacia la mortificación (tanto ajena como propia) invita a no banalizar en materia de felicidades.
Una hegemonía pareja de lo deseable sobre el deseo actual se logra conviniendo las disputas teóricas en preferencias metodológicas. Actitudes como el idealismo o el empirismo se reparten por periodos definidos, y pueden aún estudiarse atendiendo a sus respectivas genealogías, como hacemos con valles, ríos, nubes e incluso cultos. Cuando examinamos los paquetes de información llamados organicismo, funcionalismo, estructuralismo o estructural-funcionalismo, en cambio, se hace manifiesto que ofrecen pautas para distribuir las cosas antes de encontrarnos con ellas, y «al sustantivarse e independizarse de los fenómenos confluyen en alguna receta dogmática donde se da ya por sabido lo que se trata de averiguar»[46]. En otras palabras son sistemas de autorreferencia tanto más absolutos cuanto absueltos de participar en el movimiento[47], que persisten borrando sus determinaciones históricas para presentarse como algo más próximo al teorema que a una fenomenología descriptiva. En este terreno «no hace falta decir nada sobre la naturaleza para propagar un esquema merced al cual las personas aprueban exámenes, y enseñan a aprobarlos, sin necesidad de que nadie aprenda o sepa cosa alguna»[48], pues «los problemas se dejan intactos cuando resultan incompatibles con los métodos»[49]. Su título de honor profesional es presentar a título anónimo invenciones personales, y en términos cosmopolitas las cábalas de tal o cual territorio, como si deslocalizar el aquí y el ahora fuese el testimonio de una madurez intelectual superior, pedagógicamente preferible[50].
Si me atrevo a reconsiderar la historia del pensamiento es entendiendo que cada época está llamada a precisar qué le resta de vigencia, y porque nuestro horizonte se ilumina cuando dejamos de escindirlo en una historia de la ciencia y una historia de la filosofía, como hacen hoy nuestros manuales. Intento, pues, poner de relieve lo común a cultivadores del espíritu e investigadores de la naturaleza, y por el camino concreto de precisar sus aportaciones al arte analítico. Vengan del espiritualismo, del naturalismo o de variantes intermedias, los hallazgos de ese saber han venido siendo las patentes admisibles en nuestro registro del sentido, y sin el hilo que proporciona su sucesión quedaríamos librados al enjambre de circunstancias personales unido a cada inventor, o a la uniforme masticación de cada taxonomía. De ahí que mis Apuntes sobre historia del pensamiento dediquen poco más o menos el mismo espacio a Parménides, Spinoza y Heidegger, por ejemplo, que a Ptolomeo, Newton y la llamada teoría del caos. Su objeto es más bien demostrar que la capacidad para hacer un tonel, trazar un mapa, descubrir un nuevo argumento, aislar un microbio o describir fielmente un clima de opinión son todos ellos modalidades de análisis, y deberían considerarse partiendo de esa unidad primaria.
Por otra parte, la historia del análisis ha sido tratada con una amplitud y un rigor documental admirable —sobre todo por sabios y eruditos del XIX y principios del XX—, y si algún sentido tiene añadir una obra a este género es atendiendo a que dichas exposiciones se detienen tiempo atrás, carecen del formidable instrumento representado por Internet y suelen sancionar el dualismo filosofía—ciencia. Volver sobre el tema, sin pretensión alguna de exhaustividad, tiene el estímulo aún más decisivo de ser una ocasión privilegiada para que la asimilación memorística del tema se vea llamada a la responsabilidad de cavilar por sí mismo. Nada parece más eficaz para insistir en esa responsabilidad que promover desde el principio un contacto de primera mano con cada genio analítico, pues atender a expertos en cada uno dispararía la extensión[51] e incluso entonces sería groseramente infiel a la formidable cantidad de monografías sobre pensadores y corrientes.
En 1985, cuando redacté el primer esquema de esta investigación, había cierto equilibrio dentro del profesorado entre multidisciplinarios y unidisciplinarios, y era reciente el último gran brote de pensamiento fuerte —la llamada teoría del caos—, cuya propuesta de reanudar el diálogo entre ciencias humanas y naturales fue recibida con un silencio sepulcral por los instalados en el especialismo. Me faltaban todavía años para sopesar el alcance de aquella revolución epistemológica, pero a medida que fui entendiendo, y remediando de paso una crasa ignorancia sobre pensamiento económico, más evidente se hizo una observación de Schumpeter. A saber: que las concepciones del mundo pueden describirse como tránsitos de un paradigma a otro, aunque entre ellas sólo hay saltos o discontinuidad cuando no nos hemos acercado lo bastante a su pormenor, pues ampliar la información sobre un asunto depara invariablemente algo más próximo a procesos que no son linealmente graduales, pero tampoco discontinuos.
A ello se ligaba comprender que toda exactitud predictiva nace de una idealización previa, pues en otro caso las cosas irán haciéndose a sí mismas y desafiando cualesquiera predicciones. Por lo demás, si no dispusiésemos de la válvula que reduce las impresiones a modelos cada singularidad nos aturdiría con su torrente de meros datos. De ahí que estandarizar y narrar sean actividades tan dispares como la matemática y la historia, el corolario definitivo y la realidad inconclusa, aunque complementarias también a la hora de arrojar luz sobre un mundo que al idealizarse consagra el principio de inercia, y mirado en términos realistas ofrece más bien procesos homeostáticos o autorreguladores. Por duro que sea combinar ambas perspectivas, ni hay otro camino ni procede olvidar que lo hemos recorrido ya en brillante medida, hasta construir para el ingenio un medio equivalente a la atmósfera para el ser vivo.
Gracias a ello, la especie ha podido ampliar no sólo su dieta de proteínas sino el volumen de alimento específicamente intelectual constituido por noticias audiovisuales, que reparten a manos llenas tanto razón observante como el más puro sucedáneo de tal cosa. Buena parte de la humanidad no puede ya dormirse sin el arrullo del televisor encendido, y en tales circunstancias es trivial lamentar que el pensamiento filosófico se haya hecho preferentemente parnasiano o «débil», en el sentido de Vattimo o Eco, pasando por alto cuántas veces se consideró fuerza conceptual la rudeza bombástica del ignorante o los oximorones del relamido. Por fortuna, ni lo educadamente débil ni lo enfático tienen preferencia en la red informática, que siendo el hecho decisivo para ampliar los reinos del pasatiempo pone también al alcance de un doble clic el intelecto objetivo llamado nous poieticós por Aristóteles, dejándonos librados a decidir qué buscaremos y con qué actitud en la inmensidad recién abierta de par en par. Donde había unos pocos, o incluso un solo libro, florecen gratuitamente decenas de millares, y nadie sabe (salvo el futurólogo) qué podría salir de ello a medio y largo plazo.
Sociológicamente, lo coetáneo a estas transformaciones es un número jamás visto de profesores liberados, cuyo deber es estudiar sin desmayo para instruir a un nuevo pupilo que ha dejado de ser un diletante y debe asegurarse con los conocimientos adquiridos un sostén hasta su último día, arropados ambos por una Universidad convertida en oficina de empleo masivo. La sociedad postindustrial de masas ha jubilado el modelo que se apoyaba fundamentalmente sobre los músculos del inferior por nacimiento, al descubrir un activo mucho más rentable en procesos de innovación asumidos democráticamente que espiritualizan el músculo, ofreciendo entre sus últimos hallazgos una realidad virtual donde trabajan quizá dos de cada tres personas en las áreas más desarrolladas. Por razones inversas a las que impusieron el sacrificio del individuo en periodos de ira irresistible, la individualidad es muy poca cosa comparada con el anónimo mecanismo puesto en marcha para conseguir que el poder adquisitivo no deje de crecer, sosteniendo así la inaudita movilización general.
Un poder adquisitivo sin retrocesos necesita producir sabios en esto y lo otro, por caminos directos o indirectos, o el paro acabará redundando en una victoria de los precios sobre los ingresos, como la que reinó antes de surgir la sociedad industriosa. El satírico capta en ello una creación taylorizada de televidentes estultos, pero quienes desde dentro o fuera del sistema se atienen a ese resultado serán ecuánimes no cerrando los ojos a que el antiguo amor por el conocimiento en abstracto solo ha entrado en crisis como tópico. En efecto, este amor renace objetivado en el hecho de que una ciencia más o menos práctica nos permita vivir hoy a casi todos, convirtiendo la institución de enseñar y aprender en lo más universal y sólido. Nunca estuvimos más cerca de ser animales racionales, y sólo la trivialidad opondrá a ello que tampoco hayamos conocido una pleamar comparable de apuestas a la baja y vulgaridad combativa, paralela al hecho de que la sotana curil haya evolucionado hacia batas blancas y otros uniformes, todos ellos comprometidos con exigir del pensamiento algún peaje consolador para el pobre de espíritu.
Quizá el ser humano no pretendía verse urgido por caminos tan inexorables a la maestría en un oficio, o al puesto alternativo de peón, y si las cosas se resolvieran atendiendo al deseo consciente quizá habría optado por algo menos de confort a cambio de menos agonismo. Pero sería ingenuo imaginar que una coordinación de estructuras disipativas como el actual reino físico pueda sujetarse a designio singular alguno, a despecho del esfuerzo titánico asumido en ese orden de cosas por los totalitarismos. Dentro de la ingobernable autorregulación, lo alentador a mi juicio es que el peaje maniqueo impuesto al pensamiento, con un pretexto u otro, ya no encuentra su acostumbrada subvención cuando el buscador ofrece a nuestra curiosidad un rectángulo en blanco. Se diría que la catequesis clerical y laica tocó techo combinando la actividad del experto en malestar social[52] con una ciencia aspirante a la dictadura «empírica», dos ramas casi opuestas que al pactar un reparto de la ética y el reglamento mantuvieron sujeta a reglas la formación de criterios y la acumulación de conocimientos. Me gustaría serle de provecho al lector mostrando que la filosofía tiene tanto de técnica como la geometría, aunque otra parte de ella sea puro y simple humanismo, pues esa técnica quizá le haga más capaz de enfrentarse con aprovechamiento a disciplinas donde los conceptos capitales se dan por sabidos, aunque sólo como cabría entender alguna palabra rodeada de términos ignorados. En cualquier caso, lo pedagógico de una historia del pensamiento analítico es sin duda su evolución, y estas lecciones se centran en investigar lo que tuvo cada idea de secuencia, precedida y seguida por otras con arreglo al orden del tiempo. Vicio e intangible, a la vez que colmado de nacimientos, cambios y muertes, el devenir empieza planteándole al hombre de hoy a qué se debe que la disipación llamada entropía no haya acabado ya con la existencia, pues esa irreversible disipación se nos hizo patente hace relativamente poco, gracias a la máquina ideal de Carnot[53], de cuyos rendimientos partió el esfuerzo por calcular cuántos años median entre el hipotético big-bang originario y el bastante más próximo apagón cósmico definitivo.
Siendo manifiesto que el orden se degrada espontáneamente, mis Apuntes intentarán acercarse al presente reservando su último capítulo a la termodinámica del desequilibrio, gracias a la cual dejó de ser discutible su capacidad estructurante, y la creación de orden a partir del desorden. Pero a efectos de empezar esa historia, y conociendo ya su provisional término, es quizá primordial recordar que las explicaciones más perdurables sobre quiénes somos, y qué hay aparte de nosotros, partieron en alta medida de aquello que hicimos sin querer, o sin saber, a pesar de lo cual fue provechoso para seguir conociendo y siendo. Leyes, programas y escuelas instruyen al lego y orientan al desorientado, aunque la brújula general de nuestra especie apunta hacia esa parte de inconsciencia que alberga lo propiamente misterioso: ¿cuál es la relación entre nosotros y el pensamiento? ¿Nació acaso la inteligencia con el homo sapiens?
[1] El cuadrivium comprendía el estudio del número en sí (aritmética), en el espacio (geometría), en el tiempo (teoría musical) y en el espacio y el tiempo (cosmología).
[2] El Sistema parte de que «el perfeccionamiento humano depende de progresar en la sumisión» (Prólogo, IX). La Filosofía de la historia de Hegel cifra ese perfeccionamiento en «consumar la libertad».
[3] Hegel había presentado cuatro edades: 1) la obediente infancia oriental; 2) la insumisa adolescencia griega; 3) la rendición del individuo al Estado que representa el romano y 4) la democracia germánica.
[4] Por ejemplo, el Filosofía y ciudadanía, R. M. Vegas Bodegón, J. F. González Espejo, T. Valladolid Bueno, Oxford Educación, Madrid, 2009.
[5] Fundamentalmente, que la «edad metafísica» —un fenómeno prolongado durante dos mil quinientos años, en marcos culturales muy distintos— se reduzca a las décadas de historia francesa que preceden y siguen al fugaz reino del Terror. En el Sistema no hay otra «filosofía metafísica» que la línea conducente de Rousseau a Marat, y de él a Blanqui y la Comuna de 1848. Para su coetáneo Tocqueville esa corriente es liberticida, y para Comte «libertaria».
[6] El ideal de Babeuf y Blanqui, que anima la Comuna parisina de 1848.
[7] La dictadura comtiana se basaba en entregar todos los poderes a la banca y el ejército.
[8] Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus 6.53.
[9] Iba a ser determinante para que recibiese el Premio Nobel de Literatura, en 1950. El desparpajo del libro brilla en frases como que «Aristóteles carece de claridad fundamental y fuego titánico» (página 159 de la edición original), y más aún en el hecho de no precisar qué fuentes le apoyan para sostener afirmaciones como esta; «Aristóteles mantuvo que las mujeres tienen menos dientes que los hombres, y aunque estuvo casado dos veces nunca se le ocurrió verificar esta afirmación examinando las bocas de sus esposas».
[10] Por ejemplo, dedica más espacio al pensamiento de lord Byron que a exponer la analítica kantiana, un tema despachado desde finales de la página 646 a mediados de la 648. Sin decir una palabra sobre qué enriende Kant por «cosa en sí», termina el comentario a la Crítica de la razón pura con la siguiente ocurrencia: «¿Por qué veo siempre que los ojos de las personas están encima y no debajo de sus bocas? Según Kant, ojos y boca existen como cosas en sí, y causan mis percepciones separadas» (pág. 648). A Hegel le imputará «tergiversar los hechos y ser considerablemente ignorante» (pág. 672).
[11] El estudiante de periodismo parecería llamado a concentrarse en las artes del trivium —gramática, retórica y lógica—, complementadas con antropología e historia. Pero su diploma es Ciencias de la Información, lo cual se traduce en un predominio de materias como Teoría de la Comunicación, Estructura de la Comunicación, Estructura de la Información, Teoría de la Publicidad, Semiótica de la Comunicación de Masas...
[12] Singularmente llamativo resulta, quizá, la omisión de uno o varios cursos sobre sociología económica, como sugirieron Schumpeter y Hayek.
[13] El infinitivo latino scire, «saber», suele remitirse al indoeuropeo skei, «dividir».
[14] Feynman, R., Surely you're joking, Mr. Feynman!, Vintage, Londres, 1992, p. 215.
[15] A priori, la única diferencia entre ingenieros y científicos es la inclinación de los primeros al funcionamiento de sus ingenios, que podría restarles imparcialidad.
[16] Los escépticos grecorromanos, por ejemplo, cifraban la virtud en una independencia personal de criterio, fundada a su vez en la independencia infinita del pensamiento (mus).
[17] De faino, «aparecer».
[18] La principal falacia sería una relación entre pensamiento y ser que el neopositivista plantea como relación entre lenguaje y realidad. Por lo demás, para Hegel la unidad de ser y pensamiento no es algo «dado», sino el motor de un mundo donde «el destino de todo lo inmediato es ir siendo abolido». De ahí que la historia sea el «altar de sacrificios» donde la barbarie va negando por sistema la libertad, la virtud y la belleza, sin por ello lograr imponerse a la «negación de su negación» que son grados crecientes de libertad y civismo.
[19] Russell parte en su Philosophy of Logical Atomism (1918) de que «los complejos (completes) presuponen a los simples (simples), aunque los simples no presuponen a los complejos». Pronto se verá obligado a admitir que esa idea de los simples carece de apoyo «empírico», y a hacer acrobacias para defenderse de quienes le preguntan qué hay de «conjunto» en un aglomerado de elementos ajenos entre sí, salvo identificando la objetividad con el lugar hacia el cual miramos en cada momento.
[20] En el pionero artículo de Russell, Sobre la denotación (1905), por ejemplo, la proposición «el rey de Francia es calvo» se dice «sin monismo lógico» como «(x)(x es rey de Francia & (y) (y es rey de Francia x=y) & x es calvo».
[21] Si no estoy equivocado, la expresión alien to any mental idea aparece inicialmente en la Mecánica cuántica (1930) de Dirac, que sistematiza la nueva perspectiva. «Idea mental» es un pleonasmo como nieve blanca o plomo pesado, pero esa licencia poética moderaba la aspereza de decir escuetamente «idea».
[22] El entrecomillado del término es de Einstein.
[23] Anaxágoras, frag. 6. Desde el «¡eureka!» de Arquímedes hasta la manzana de Newton, el marco de leyenda que envuelve la iluminación teórica subraya su componente de evidencia oculta por la rutina. Un súbito golpe de suerte premia la tenacidad del investigador, rasgando las tinieblas con su haz de luz.
[24] «El gran descubrimiento se interpretó como un paso más en el camino del subjetivismo», cuando había demostrado más bien la objetividad de la perspectiva, poniendo de relieve que lo subjetivo no es el observador sino la pretensión de un tiempo, un espacio o cualquier otra entidad «absoluta» (Ortega, El tema de nuestro tiempo, Tecnos, Madrid, 2002, pp. 186-187).
[25] Ya lord Kelvin, que fue el primero en investigar el átomo, declaraba en 1898: «La física es hoy un conjunto perfectamente armonioso, ¡un conjunto prácticamente acabado!». En nuestros días el más vehemente defensor de ese punto de vista es Hawking, a cuyo juicio «estamos llegando al final en la búsqueda de las leyes últimas de la naturaleza». El más genial de los disconformes, Prigogine, insiste en que «lejos de estar llegando al final de la ciencia, como Hawking sugiere, sólo estamos empezando a producir una visión coherente de! universo».
[26] Si se prefiere, el historicismo es un determinismo, aunque lo bastante comprometido con una tesis voluntarista como para ignorar que toda voluntad implica libertad. Por una parce ha comprendido que lo real es proceso, historia, pero por otra no logra asumir «que la voluntad es libre como la materia es grave», según aclara Hegel inmediatamente después de ver en lo real una «vida».
[27] Wittgenstein, Tractatus 4.461.
[28] Heráclito, frag. 84 y 124.
[29] Jenófanes frag. 34. A Jenófanes corresponde también el comentario de que «los dioses nacen, se visten y hablan» (frag. 14).
[30] Según Aristóteles» «asombrarse es reconocer la propia ignorancia, y los primeros filósofos lo aprovecharon para escapar de ella» (Metafísica, A 982b, 15-20). No nos extraña leer en las Confesiones de san Agustín que «la ciencia es una curiosidad malsana»; pero vale la pena constatar que el Diccionario de la Real Academia Española sanciona esto segundo, al definir asombro como «susto, espanto», y curiosidad como «deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne». Bien por surgir del pánico, o de la indiscreción, los ánimos conducentes al saber profano serían siempre abyectos.
[31] Las escuelas socráticas, y sobre todo los estoicos, denunciaron el trueque de salvoconductos para el más allá a cambio de obediencia ciega en el más acá. Negaron que pudiese haber dolor sin conciencia, exaltaron el denuedo como mejor actitud ante lo desconocido, y vieron en el suicidio (mors tempestiva) la última garantía de dignidad, entendiendo que en otro caso estaríamos a merced no sólo del dolor insufrible sino del tirano dispuesto a infligirlo. Comprensiblemente, su propuesta de cultivar la fortaleza de ánimo, con Hércules como santo patrono, nunca reclutó tantos adeptos como la de sacralizar una fe en milagros.
[32] El argumento disyuntivo se apoya —como el resto de los silogismos— en conectar dos determinaciones a través de algún término medio único. El analógico tiene siempre más de un mediador, y su conclusión es por ello el nexo entre elementos antes ajenos entre sí. Platón ofrece un ejemplo precoz de este argumento cuando presenta el Sol como imagen del Bien: «Precisamente aquello que el Bien es para el reino de las ideas, lo es el Sol para el reino de lo visible [...] pues saber y realidad son análogos a luz y visión» (República 508 c - 509 a). El dominico Bochénski, un renovador contemporáneo de la lógica aristotélica, ofrece una definición menos poética aunque orientada en la misma dirección: a significa en el lenguaje l el contenido c del objeto x; b podría significar —en / o en otro código— el contenido c de y o cualquier otra cosa, etc. los términos relacionados por analogía tienen como condición ser ya naturalezas precisadas por alguna historia particular, que al articularse con otras no menos precisas subrayan la condición de unidad superior hoy aludida como consilience. Un amplio estudio sobre lógica conmutativa y disyuntiva en la antigua Grecia ofrece G. E. R. Lloyd en su Polaridad y analogía (Taurus, Madrid, 1987).
[33] Eso proponen las aportas de Zenón, que desarrollan a su vez lo propuesto por el Poema de Parménides; «Lo mismo es ser y aquello por lo cual hay pensamiento [...] porque el sino encadenó al ser a ser entero y sin movimiento, y es mera opinión todo cuanto los mortales llaman nacer y perecer, ser y no ser, cambiar de lugar y de brillo» (8).
[34] A esto llama B. Kosko lógica o pensamiento «borroso», vigente para «sombreados grises que oscilan entre el 0 por 100 y el 100 por 100» (El futuro borroso o el cielo en un chip, Drakontos, Madrid, 2000, pág. 13). Brillante en no pocos sentidos, su adaptación de la teoría del caos a la tecnología digital tiene como pero el de imaginar que refuta «la vieja lógica aristotélica centrada en la disyuntiva blanco-negro» (ibíd., pág. 310), cuando fue precisamente Aristóteles el principal defensor del pensamiento no binario.
[35] Del latín speculor, «mirar a vista de águila».
[36] A mediados del XIX, coincidiendo con la segunda ola de la revolución industrial, la ceguera para lo analógico brilla singularmente en el modo de entender las relaciones entre capitalismo, comunismo y socialismo. Percibiendo allí una «astucia de la codicia», Saint-Simon ha pensado el socialismo como fruto del desarrollo capitalista, pero está prácticamente solo. El historicista, así como el nostálgico del Viejo Régimen, ignoran lo fractal de la inteligencia en beneficio de la recta voluntad, y funden socialismo con comunismo. Acabará siendo manifiesta la incompatibilidad de este último con la práctica de elecciones libres, por ejemplo, aunque no antes de que plantear el juicio disyuntivo (el «o Amigo o Enemigo» de C. Schmitt) en detrimento del conmutativo justifique siglo y medio de luchas fratricidas, y al menos cien millones de muertos.
[37] Un valor de bit considerado 1 corresponde a un voltaje de entrada superior a tres voltios, y un valor considerado 0 corresponde a menos de dos. Si se trata de fibra óptica, la asignación 1 o 0 corresponde a luz encendida o apagada respectivamente. Cf. Kosko 2000, pág. 14.
[38] El traductor de Google, por ejemplo, viértela frase castellana «lo real es siempre posterior» como reality is always back («la realidad vuelve siempre»), una desviación semántica llamativa para apenas cinco palabras. La gentileza de este buscador ofrece al navegante una ventana para corregir cualquier frase, pero sólo el futuro sabe si quedaremos librados a un expediente casi tan laborioso como esperar que un chimpancé teclee un soneto, o si la aceleración del genio inventivo encontrará modo de dotar a los procesadores con una sensibilidad más próxima a «ese ser que es uno aunque se dice de muchas maneras» (Aristóteles).
[39] Vale la pena recordar que la posibilidad de comprimir un mensaje es directamente proporcional a su contenido en redundancia o ruido, e inversamente proporcional a su grado de información.
[40] K. Popper, Conjeturas y refutaciones, Paidós, Barcelona, 1983, p. 89.
[41] Su prototipo es el plan de reducir las cuatro fuerzas a una sola ecuación cosmológica, que explicaría «absolutamente todo» con media docena de guarismos. Dicha línea ha logrado que fuesen renovándose presupuestos formidables para encontrar el bosón de Higgs, una partícula postulada en 1964 como donante de la masa física, de cuyo descubrimiento pende la teoría llamada estándar, una quintaesencia de la física no intuitiva que ha acabado presentándose como «evidencia empírica». Comte fundó la «metodología empírica» en descartar los porqués metafísicos, empezando por el origen de la materia, y es curioso que dicho origen concentre hoy a la elite del estamento científico subvencionado. La teoría estándar sólo se revisará si en algún indeterminado plazo ni siquiera las ciclópeas instalaciones del CERN (herederas de grandes superaceleradores previos) lograsen detectar a esa hipotética partícula. El lector quizá me perdone el atrevimiento de sugerir que del complejo montado cerca de Ginebra se derivarán resultados seguramente sensacionales, pero no tanto por confirmar lo previsto sino gracias al tipo de hallazgo que llega sin ser buscado directamente o por serendipia (serendipity), como buscando la India se descubrió América.
[42] El bucle es negativo o autoequilibrador cuando procede mediante correcciones propiamente dichas, que van en dirección contraria al primer cambio del sistema, y positivo o autorreforzador cuando persiste en la misma dirección. Más adelante, al describir la herencia de Wiener, veremos cómo el primero de estos bucles ayuda no sólo a entender la conducta del set vivo sino a construir tanto pilotos automáticos como fractales. Estos últimos, como dijo su descubridor, Mandelbrot, permiten medir la Tierra, «dando por fin contenido a la promesa que encierra la palabra geometría», pues por primera vez «no escinden conjuntos matemáticos (teoría) y objetos naturales (realidad)»; cfr. Los objetos fractales, Tusquets, Barcelona, 1987, pág. 17 y 168.
[43] Desde la filosofía de la historia que ofrece la historia de la filosofía, por ejemplo, positivismo y neopositivismo son monumentos a la desinformación, no menos que saludables reacciones al idealismo desaforado, el pesimismo, el irracionalismo y toda suerte de vanguardias épatantes florecidas desde mediados del XIX.
[44] Hegel, Lecciones sobre historia de la filosofía, FCE, México, 1955, vol. I, pág. 8.
[45] El test de Rorschach enseña láminas con manchas casuales de tinta, y va preguntando qué sugieren. Limitadas al blanco y al negro, las primeras seis o siete producen respuestas básicamente adaptadas a los perfiles, como líneas de costa o radiografías Las últimas incorporan colores, y provocan respuestas de «shock cromático» como serenidad o fierra. Cuando el entrevistado es daltónico ese salto de imágenes a emociones se reduce radicalmente, pues hasta la pincelada más invisible en términos de color puede captarse por sus contornos, y el sujeto compensa su insensibilidad intensificando la atención puesta en lo que tiene de dibujo. En esta evidencia, poco concluyente sin duda, me apoyo para sospechar que ser ciego para el rojo y el verde ha podido robustecer algunas vocaciones analíticas, y promover también una orientación narrativa en vez de clasificatoria
[46] Ortega, Kant, Hegel Dilthey, Revista de Occidente, Madrid, 1958, pág. 80. Unas líneas más adelante añade que «los métodos son pensar mecanizado».
[47] No debe olvidarse que absolutas es el participio simple de absolvere, y que lo perdonado en general a todo tipo de absoluto es la carga de relatividad aparejada a un devenir concreto.
[48] Feynman, 1992, págs. 217-218.
[49] Ortega 2002, pág. 191.
[50] Curiosamente, el más profundo estudio sobre el asunto —las Investigaciones sobre el método de ¡a ciencias sociales y el de la economía política— fue publicado por Karl Menger en 1883, y sigue siendo ignorado olímpicamente en 2010 por un gremio acogido a los clichés de Comte para reunir conocimiento sin necesidad de recurrir al arte analítico. Concentrándose en el contenido, Menger propuso al cultivador de las ciencias humanas que no se considerase retrasado porque su campo desbordara un sistema de ecuaciones como el que gobierna el campo electromagnético, y que retuviese lo esencial de su tema. Primero, que los asuntos humanos son lo propiamente infinito, en contraste con las simplicidades más o menos prolijas de cualquier otra materia. Segundo, que la incumbencia del científico social es examinar esa zona decisiva formada por «fenómenos no surgidos de acuerdo ni de legislación positiva, sino resultados no pretendidos del desarrollo histórico» (2, III).
[51] Pienso, por ejemplo, en el estudio de Gigon sobre Heráclito, y en el de Beaufret sobre Parménides, por mencionar a dos de los notables, donde las referencias de unos comentaristas a otros cuadruplican o quintuplican el espacio dedicado a exponer el pensamiento de Heráclito y Parménides.
[52] En Capitalismo, socialismo y democracia (1945), Schumpeter reconstruye la genealogía de estos actores sociales en seis etapas; 1) clérigos independientes durante el medievo; 2) humanistas del Renacimiento; 3) ilustrados al estilo ruossoniano; 4) tribunos revolucionarios; 5) comisarios del pueblo; 6) «profesionales del no profesionalismo» o estamento intelectual propiamente dicho, que suple su defecto de formación especializada con su capacidad para abanderar el descontento.
[53] Por lo demás, la dinámica emanativa —aquella según la cual lo Uno o absoluto va degradándose energéticamente tras cada reproducción— que la divisa del espiritualismo antiguo, y en particular la del movimiento neoplatónico y el gnóstico.