Hoy en día, cuando la prohibición de ciertas drogas ha pasado de dogma Indiscutible a cuestión debatida, suele subyacer a la polémica algo que podría llamarse «el riesgo de lo desconocido». A Juicio de muchos, no sabemos si se dispararía repetidamente el consumo. Por otra parte, ese no sabemos contrasta con la suposición oficial, que considera absolutamente seguro un caótico aumento en la demanda. Sin embargo, la historia de nuestra civilización —y la de otras civilizaciones— ilumina con abundantes ejemplos las repercusiones de penalizar, despenalizar o mantener fuera del derecho el consumo de una u otra droga, por lo cual el propio asunto no depende tanto de conjeturas como de buena fe y cultura.
A pesar de los embustes que rodean este tema, la legalización del opio en China redujo del 160% al 5% la tasa de incremento en las Importaciones. El consumo siguió creciendo para alimentar la tolerancia creciente de los habituados antiguos, pero no en la proporción necesaria para reclutar nuevos adeptos, o siquiera para conservar a todos los previos; con la legalidad desapareció la fascinación del paraíso prohibido, tanto como el acicate comercial para la promoción, y los individuos recobraron un sentido crítico enturbiado por tutelas incapacitantes. El informe del Gobierno chino en 1906, cuando el opio lleva legalizado treinta años, calcula que hay unos 2.700.000 usuarios cotidianos del fármaco, lo cual equivale al 0,3% de la población total de entonces. Esta cifra es curiosa, porque desde los años treinta hasta los setenta (cuando los opiáceos se encuentran ya prohibidos en Norteamérica) un 0,3% de los americanos usa regularmente un análogo más tosco, los barbitúricos; esa cifra —multiplicada por veinte— consume hoy Valium y otros tranquilizantes patentados allí.
Preguntémonos entonces lo contrario, esto es: ¿qué efectos produjo la ilegalización de una droga antes legal? El primer ejemplo oportuno es el opio mismo en China, pues cuando los manchúes decidieron prohibirlo llevaba al menos un milenio de tranquilo arraigo en esas latitudes, y se usaba hasta en pastelería, cosa nunca vista antes ni después en el mundo; las consecuencias de la ¡legalización fueron el mayor genocidio conocido en la historia de China, al que siguió la desmembración del país por unas potencias coloniales que primero lo inundaron de opio y luego se instalaron allí con la excusa de ayudar a su lucha contra esa droga. Siendo mejor conocido el fenómeno, parece innecesario recordar por qué se abolió en Estados Unidos la ley seca. Según el Congreso norteamericano, «había causado corrupción, injusticia, hipocresía y enormes cantidades de nuevos delincuentes, así como la fundación del crimen organizado, todo ello sin reducir substancialmente el consumo». Pero hay más ejemplos:
- Cuando el mate fue prohibido en Paraguay, por razones teológicas, su consumo en la población nativa y entre españoles alcanzó proporciones jamás vistas antes o después.
- Cuando ciertos untos y decocciones pasaron a ser prueba de tratos con Satán, medio millón de europeos acabaron sentenciados a la hoguera por hechicería, sin que tres siglos de inquisición produjeran enmienda.
- Cuando los sultanes Murod III y Murod IV —y el sha Abbas II— decretaron penas de desmembramiento para quien se relacionara con el tabaco, el comercio de este bien en Asia Menor no desapareció; al contrario, experimentó un vigoroso impulso.
- Cuando los zares castigaron con mutilación el consumo de café, no eran infrecuentes los usuarios capaces de beber litros por hora, y sus trances de hiperexcitación confirmaban a la policía en su certeza de que ese líquido era «un néctar mórbido e incontrolable».
- Cuando se ilegalizaron los opiáceos naturales y la cocaína, su consumo se mantuvo bajo mínimos mientras hubo una oferta de drogas equivalentes en farmacia (opiáceos sintéticos y anfetaminas), pero estalló al restringirse la disponibilidad de esos análogos, y alimenta un negocio de tráfico superior al de las diez primeras multinacionales juntas.
Por último, podemos preguntarnos; ¿qué aconteció con las drogas dejadas tanto al margen de una promoción publicitaria como de una prohibición? No faltan tampoco ejemplos en este terreno.
- Aunque justificaron quemar vivas a tantas brujas, la belladona, la mandrágora, el beleño y las daturas no forman parte hoy de los estupefacientes en sentido legal y no generan ni incidencias criminales ni el más mínimo interés colectivo. Sin embargo, son plantas alucinógenas, creadoras también de estupefacción en grado eminente, que crecen por todas partes.
- Mientras en China el consumo ilegal de opio minó las instituciones y provocó pavorosas catástrofes, en la India —que era su proveedor— un consumo legal de opio diez veces más alto (medido por habitante y año) no provocó usos abusivos en detrimento de los moderados, y fue compatible con las buenas costumbres hasta hace muy poco. Digo hasta hace muy poco, porque India se ha visto obligada a cumplir tratados internacionales que la condenan a sufrir una «heroinización». Tributo a fenómenos producidos en Norteamérica varias décadas antes, esta «heroinización» surge al prohibir usos ancestrales y culturalmente bien integrados del opio, tal como en Jerez una prohibición de sus caldos produciría un súbito interés por los aguardientes. El mismo fenómeno se observa en Pakistán, Afganistán, Birmania, Malasia, Indonesia, Laos, Tailandia, Camboya, Persia, Turquía, Irán, Líbano y Egipto.
- En España la venta libre de anfetaminas —y su empleo con el asentimiento del médico familiar y los progenitores— no causó abusos en la inmensa mayoría de 106 casos, por más que la incidencia de uso superara en 1964 el 65% de los estudiantes universitarios. Por esas mismas fechas, leyes severas contra el consumo de dichas drogas produjeron ejércitos de adictos delirantes (speed freaks) en Estados Unidos, Japón y Escandinavia, que se inyectaban botes enteros cada pocas horas.
- El éter y el cloroformo causaron sensación desde finales del siglo pasado y son los narcóticos por excelencia, con intensas propiedades adictivas. Pero los usos recreativos —que cubrieron toda Europa y parte de América— declinaron de modo espontáneo, sin necesidad de prohibición. Hoy puede obtenerlos por litros quien ponga algo de interés en ello. Aunque no se observa nada parecido a semejante interés.
- Los barbitúricos —substancias tan adictivas como la heroína— fueron mercancías vendidas libremente durante décadas para inducir al sueño en todo el mundo y fueron recetados como cajón de sastre (solos o combinados con anfetamina) por infinidad de médicos para infinidad de molestias, pues abreviaban de modo drástico el tiempo requerido para examinar y diagnosticar. Pero, a pesar de ello, el número de barbiturómanos nunca sobrepasó una íntima parte de la población.
- La cultura egipcia y la mesopotámica —continuadas por la grecorromana— consumieron opio con extraordinaria generosidad. De hecho, esta droga es un descubrimiento mediterráneo, pues en un triángulo que tiene sus vértices en Argelia, Chipre y Cádiz se produce la transformación de la Papaver setigerum, o adormidera silvestre, en Papaver somnífera. Un inventario del palacio imperial en tiempos de Caracalla muestra que había 17 toneladas de opio tebaico (el más apreciado por entonces) en las despensas, y el edicto de Diocleciano sobre precios aclara que había en Roma casi 900 tiendas dedicadas a la venta de opio —análogas por completo a nuestros estancos—, de las cuales el erario público obtenía el 15% de la recaudación global. También sabemos que el opio era —con la harina de cereales— la única mercancía subvencionada por el Estado romano, a fin de que la especulación no afectara la disponibilidad popular de un bien considerado esencial. Sin embargo, dos milenios de cultura mediterránea no produjeron un solo caso de opiomanía registrado en sus anales. Bastó, en cambio, que se produjera el triunfo del monoteísmo cristiano para que el opio —junto con el cáñamo, la belladona, la mandràgora, el beleño, los hongos alucinógenos y otras drogas características de la cultura pagana— se cargaran con el estigma de substancias diabólicas, al mismo tiempo que ardían bibliotecas enteras de farmacología para potenciar remedios como velas consagradas o agua bendita. Fue el islam quien conservó las tradiciones antiguas, que retornan a Europa a partir del renacimiento.
He expuesto algunas razones para juzgar qué sucede cuando se legaliza una droga antes ilegal, cuando se ilegaliza una legal y cuando las drogas quedan fuera de la prohibición y la promoción simultáneamente. A mi juicio, la historia enseña básicamente dos cosas: a) ninguna droga desapareció o dejó de consumirse debido a su prohibición; b) mientras subsista una normativa prohibicionista, hay mucha más propensión a consumos irracionales, corrupción pública y envenenamiento con sucedáneos incomparablemente más tóxicos que los originales prohibidos, como prueban las actuales drogas de diseño o designer drugs.
Añadiré que, a la luz de lo vivido en distintas épocas y países, se instaura un autocontrol —con éxito ya a medio plazo— tan pronto como cesa el sistema de heterocontrol o tutela oficial. No es por eso, acorde con la experiencia vivida, que la libre disponibilidad de una droga (incluso promocionada con mentiras, como ha sucedido con casi todas en su lanzamiento) cree conflictos sociales e Individuales comparables con los que provocó y provoca su prohibición.
No es siquiera sostenible, históricamente, que la disponibilidad de una droga aumente el número de adictos a ella; la ley seca puso en claro que los alcohólicos no disminuyeron y que sólo dejaron de beber —o redujeron su consumo— parte de los bebedores moderados, esto es, quienes no necesitaban un régimen de abstinencia forzosa para controlarse. Con una parábola grandiosa, que anticipa el psicoanálisis, Eurípides analizó en Las bacantes el contrasentido de legislar sobre aquello ajeno por naturaleza a cualquier legislación.
Cuando relacionamos estos datos, llegamos a una conclusión esperanzados para nuestra dignidad individual: los seres humanos tienen poderes de discernimiento y son capaces de gobernarse a sí mismos. Por otra parte, los datos históricos sugieren también que las personas se dejan obnubilar por etiquetas adheridas a las cosas, velándose lo que ellas y ellos respectivamente son. De ahí que una droga no sea sólo cierto cuerpo químico, sino algo muy determinado por clichés ideológicos y condiciones de acceso a su consumo. Hacia 1910, los heroinómanos norteamericanos —como los españoles, los franceses, los alemanes, los ingleses y, en general, los del mundo entero— eran personas de segunda y tercera edad, casi todas bien integradas en el aspecto familiar y profesional, ajenas a incidencias delictivas; desde la prohibición son en buena parte adolescentes, que incumplen todas las expectativas familiares y profesionales, cuyo hábito justifica un porcentaje muy alto de los delitos cometidos al año. ¿Habrá cambiado el DNA de la adormidera, matriz de los opiáceos, o más bien han cambiado los sistemas de acceso a esas substancias? ¿Cuántos usuarios de heroína o cocaína murieron por intoxicación accidental mientras el fármaco fue de venta libre y cuántos han perecido desde su ilegalidad? La respuesta es muy simple: no murió ni uno solo de sobredosis accidental, mientras hoy todos sucumben por esa causa, aunque el agente responsable de su muerte sean distintos adulterantes.
A estas alturas, es razonable preguntar si puede uno drogarse «razonablemente». A mi entender, eso depende ante todo de que los estados defiendan la Ilustración o el oscurantismo, la cultura o la barbarie farmacológica. Libres de mitos, adulteración y embustes contraproducentes, algunas substancias psicoactivas pueden proporcionar paz, estimulación y apertura espiritual a individuos y grupos; cargadas de mitos, adulteración y embustes pueden proporcionar desasosiego, apatía y cerrazón mental a individuos y grupos.
El prohibicionismo parece no comprender que está peleándose contra algo todavía más eterno y fértil que el telescopio, como cuando se negaba a mirar por el visor ofrecido por Galileo a los inquisidores. Se está peleando ahora con la química y, cuanto más extreme el conflicto, más subvencionará sus progresos incontrolados y más convertirá a los ciudadanos en indefensas cobayas de laboratorios clandestinos. Con los actuales avances no sólo han surgido cinco derivados por cada droga ilegal sino quinientos, pues las posibilidades de modificar la conciencia intercambiando radicales atómicos son sencillamente infinitas.
Podemos echarnos las manos a la cabeza y pedir al cielo que nos defienda de este nuevo apocalipsis. Sin embargo, el apocalipsis lo decretamos nosotros mismos, al prohibir —por motivos sectarios, racistas, etnocéntricos o de provecho mercantil— ciertos tipos de ebriedad mientras fomentábamos otros, consciente o inconscientemente. Modificar el estado de ánimo es un impulso tan básico —y tan extendido entre los animales en general— como comer, beber o aparearse.
Si decidimos que ciertas formas de ebriedad son malignas y luego —cuando las leyes se han puesto al servido de esa pretensión— buscamos pruebas de que lo eran efectivamente, estamos poniendo en marcha un mecanismo de profecía autocumplida. Difundidas por la propaganda, y sostenidas por la represión, esas pretensiones se convierten pronto en realidades sociales. Si ahora les propongo que el café y tabaco llevan a una prostitución de la adolescencia, se me reirán en la cara con toda razón. Pero si logro ilegalizar el tabaco y el café, elevando salvajemente su precio, entregando el comercio a organizaciones criminales y creando en torno a ellas la mitología que hoy rodea a la heroína o la cocaína, en poco tiempo encontraremos a la juventud que haga la calle para pagarse ese vicio. He ahí una típica profecía autocumplida.
Es hora de que comprendamos la libertad individual como algo esencialmente ligado a la responsabilidad. Quien pretenda ser libre sin asumir responsabilidad por sus actos no sabe lo que dice. Al mismo tiempo, tengamos en cuenta que el negocio de todo poder político de tipo piramidal es vender protección, y hacerlo de modo coactivo, como las noblezas y las realezas clásicas, como los bandoleros y gángsteres de cualquier época —y como casi todos los estados contemporáneos, a excepción de Suiza y pocos más. Las mafias —institucionales o no— están técnicamente especializadas para producir los problemas que ellas mismas se ofrecen a solucionar o, cuando menos, amortiguar.
En el caso de las drogas, la cruzada o guerra mundial contra algunas sólo sirve para hacer crónico un problema inventado por la propia prohibición. Que el problema sea crónico resulta superlativamente rentable para unos cuantos, desde luego, y colabora además en otras dos finalidades. La primera es ofrecer a hombres y mujeres de la calle un real demonio, ante cuyas portentosas acciones sólo caben exorcismos apoyados sobre la viejísima y arraigadísima ceremonia de inmolar un chivo expiatorio; como ustedes saben perfectamente, es una ceremonia honrada por víctimas que abarcan desde Adán y Eva hasta Sócrates o Cristo. La segunda finalidad es que la fuerza pública y el Estado aparezcan como providenciales remedios para una catástrofe súbita y ajena por completo a sus propios actos, que justifica seguir prestándoles tributo y obediencia de modo incondicional. En definitiva, son exactamente las mismas razones que justificaron cruzadas previas contra herejes, brujas o librepensadores, empresas todas ellas muy lucrativas para inquisidores y oficios subalternos, que en su momento se consideraron absolutamente inevitables y luego profundamente lamentables. Esta precisa cruzada rezuma por todas partes imperialismo. Occidente exige al mundo que renuncie a sus tradicionales medicinas y acepte —por las buenas o por la fuerza del chantaje político— las patentes y royalties de su industria farmacéutica. En justa correspondencia, un estamento terapéutico que ocupa el lugar antes atendido por el eclesiástico declara la guerra a la automedicación, a una tradición milenaria de remedios domésticos, a cualesquiera practicantes que no hayan sufrido el condicionamiento y no hayan pagado las tasas inexcusables para obtener un diploma.
Muy razonablemente, alguien alegará que la historia no es infalible y que, dentro de una misma civilización, estímulos idénticos pueden asumirse de modo distinto en épocas diversas; lo acontecido no necesita repetirse punto por punto y haremos bien preparándonos para novedades, pues cualquier reforma depara imprevistos. Pero, ¿imaginan a los próceres prohibicionistas defendiendo el relativismo histórico si la crónica de sus iniciativas no fuese una sucesión de inútiles catástrofes? ¿Apelaría uno solo de ellos al relativismo si la experiencia vivida en distintos tiempos y lugares mostrase que la sobriedad puede establecerse muy eficazmente a golpes de decreto? La contradicción que recorre de parte a parte la cruzada contra las drogas se fija indeleblemente en la ambivalencia que hay entre querer ayudar a ciertas personas (en este caso, las que no usan con aprovechamiento ciertas substancias) y el deseo de exterminar a personas distintas de lo que el legislador formula como saludable y digno, aunque su crimen sea un crimen sin víctima, o al menos sin víctima distinta del Individuo mismo —mientras no se instaure una prohibición—, También las brujas eran quemadas por su bien, para que el achicharramiento en vida les abriese una posibilidad de ir al purgatorio en vez de al infierno. Pero esa monstruosa farsa no puede seguir calando en gente de buena voluntad, en los umbrales del siglo XXI. Guardemos como indiscutible certeza que el experimento no es despenalizar o legalizar: que el experimento ha sido prohibir. Quien no sea un analfabeto o un Cínico sabe que hubo milenios de pacífica auto medicación, en los cinco continentes, apenas turbados por algún breve periodo conflictivo. Sabe, en fin, que jamás la farmacología deparó una suma de destructividad, embuste y miseria parecida a la de nuestro tiempo.
Pero así se distribuyen las competencias, y así va el negocio de la cruzada. Comparados con los cuatro mil millones de dólares que produce aproximadamente al año el mercado negro, con los bastantes más que produce el mercado blanco gracias a la existencia del negro y con la rentable pervivencia de un verdadero demonio para los ingenuos —esa ilusión que legitima al Estado como ángel de la guarda—, los centenares de muertos físicos y tullidos para la vida civil que a diario suscita esta empresa en el mundo resultan muy poca cosa.