Desprovisto de cebos materiales, el arrepentimiento espontáneo cuenta penalmente porque pone de relieve un proceso de catarsis o purificación emocional; alguien obró en manifiesto perjuicio de otra persona, pero antes de sufrir el castigo aparejado a su injusticia comprende la falta y se adelanta al juzgador: presentándose ante él, literalmente pide una condena externa que le permita enjugar su condena interna y borrar de raíz —pagando con su propia sangre o su libertad— una ignominia.
Hasta hace muy poco distinguíamos con toda claridad al que se entrega para enjugar una culpa del que —habiendo sido apresado sin querer— pretende desplazar la culpa sobre otros, habitualmente amigos o compañeros, para que sean ellos y no él quienes carguen con una responsabilidad derivada de actos propios, libremente decididos en origen.
Iniciativas policiales y judiciales recientes desdibujan tal diferencia, proponiendo llamar «arrepentimiento» a lo segundo, además de conferirle ventajas penales que son cualitativamente superiores a las previstas para el arrepentimiento espontáneo. Cambio tan notable de actitud se explica partiendo de una necesidad objetiva y universal, como es hacer cumplir las leyes, aunque pasa por alto una distinción nuclear entre las leyes mismas. En acciones con víctima concreta —hurto, robo, lesiones, homicidio, violación, calumnia, por ejemplo—, el concurso de arrepentidos no espontáneos implicaría ofrecer a los maleantes variadas recompensas (desde la inimputabilidad total a una inimputabilidad relativa), allí donde estuvieran dispuestos a denunciar a otros de su misma cuerda. Incompatible con el principio de legalidad y el de igualdad ante las leyes, dicha prerrogativa no figura en ningún precepto de nuestro ordenamiento, y tampoco parece admitida por la opinión. Desde el «así paga Roma a los traidores», fuimos educados en la idea de que tales sujetos son miserables por partida doble: además de atentar contra las personas o los bienes de otros, incurren en la abyección adicional de traicionar la confianza depositada en ellos por sus iguales.
Ciertamente, el policía tiende a ver aspectos distintos, por razones de simple eficacia. Y al menos en un campo —el de los llamados peristas o compradores de objetos robados— transige a menudo con su existencia, para poder reclamar «servicios» cuando una ocasión especial lo requiera. Al mismo tiempo, cualquier componenda semejante supone un delito, y nunca obtendrá reconocimiento explícito de los jueces. Cabe, pues, afirmar que ni el derecho positivo ni la opinión pública ni la jurisprudencia admiten como atenuante o eximente un arrepentimiento distinto del espontáneo.
Sin embargo, es del mayor interés comprobar que esto sólo resulta invariable en acciones perseguidas por el sector del estamento policiaco llamado brigada criminal. La excepción a dicha regla no eS excepción, sino regla, cuando se trata de acciones perseguidas por cualesquiera otras brigadas, desde las estrictamente políticas a las de costumbres, pasando por aquellas que protegen la pureza de alguna fe. El caso Rushdie es un ejemplo de las metamorfosis que sufre el derecho cuando en vez de salvaguardar la integridad física o patrimonial de personas determinadas se decide a proteger la reputación de instancias divinas: lejos de prohibir el asesinato, lo incentiva con una bolsa multimillonaria.
Remontándonos en el tiempo, cuenta Tito Livio que cuando el cónsul Postumio decidió lanzarse contra las ceremonias báquicas, en el 174 antes de Cristo, no tomó medidas para verificar que se hubiera perpetrado algún crimen específico contra alguna persona específica, sino que obtuvo con amenazas graves el concurso de una antigua iniciada «y se ocupó de atraer a otros delatores con recompensas»[1], suspendiendo cualquier vista judicial ordinaria durante un mes[2]. Ese plazo fue suficiente para ejecutar a unas 7.000 personas, tras de lo cual se decretó el ascenso de clase para la primera denunciante y «la impunidad y recompensas del resto de los delatores»[3]. Seis años más tarde, el pretor competente se quejaba de que «luego de 3.000 nuevas condenas no se ve ni con mucho el fin de este monstruoso proceso»[4].
Como muchos sabrán, el senado-consulto contra bacanales cayó pronto en desuso. Pero no se derogó, y dos siglos más tarde fue el instrumento elegido para luchar contra los fieles de Cristo, pues producía la deseable indefensión en cualquier acusado. Curiosamente, su lógica jurídica reaparecería con los escuadrones antivicio de la Inquisición católica y protestante. Allí recibió nuevo impulso el arrepentimiento no espontáneo, gracias a varias medidas concretas: a) los pliegos originales de denuncia no se unían al sumario, quedando así á salvo los delatores de posibles penas por perjurio, calumnia y falso testimonio; b) cuando el delator era un acusado (por hechicería, herejía o lujuriosidad), no sólo podía salvar vida y patrimonio gracias a la delación, sino acabar convirtiéndose en agente perseguidor de pleno derecho, mientras fuese capaz de descubrir nuevos culpables a buen ritmo; c) la comitiva inquisitorial quedaba autorizada para confiscar todos los bienes del acusado, y —en ocasiones— los de sus padres hermanos.
Con todo, quizá la principal innovación jurídica de tratados como el famoso Martillo de brujas fue la posibilidad de adelantarse incluso a la denuncia, inaugurando un sistema mixto de tentación y extorsión pensado para provocar lo prohibido o, cuando menos, para comprometer a la denuncia. Como dijo un inquisidor de la Suprema, Diego de Simancas, si la curia romana consideraba imposible suprimir la sodomía era porque no se decidía a empezar provocando el pánico en posibles delatores; según Simancas, «se atajaba presto el pecado nefando si se ordenase y ejecutase que al muchacho corrompido que no lo denunciase dentro de un plazo lo quemasen por ello»[5]. Puesto que lo «corrompido» del muchacho dependía casi siempre de otra denuncia, sin más pruebas, su único camino para evitar el achicharramiento en vida era asentir, con la esperanza de llegar a ayudante de inquisidor cuando hubiera comprometido a un número suficiente de sodomitas.
Tras su secularización, la policía social y política ha seguido usando estas lecciones para combatir un cuadro heterogéneo de marginales e insumisos. En semejantes terrenos, el infiltrado y el agente doble, usando técnicas de inducción al delito, resultan tan imprescindibles como prescindibles lo son en el terreno de la brigada criminal, donde una denuncia de parte agraviada es norma. En efecto, muchos de los actos perseguidos por las brigadas políticas y sociales no se experimentan como agresión por parte de sus supuestas víctimas. Más bien se entienden como amable ofrecimiento de un servicio que muchos demandan; para ser exactos, el peso de la delación remunerada en la lucha contra este tipo de acciones es directamente proporcional al número de quienes desprecian leyes basadas en protegerles de sí mismos. Cuando el número supera por diez o por cien el número de plazas disponibles en penitenciarías hay alta probabilidad de que las autoridades se lancen a programas de «rehabilitación y reinserción», cuyo objetivo práctico es el mismo del cónsul Postumio y el inquisidor Simancas: atraer a delatores con recompensas.
Al mismo tiempo, en favor del arrepentido no espontáneo hay otra razón, más psicológica. Cuando arrecia la batalla contra una desviación que ofrece contornos gaseosos, esos sujetos funcionan como una brisa que disipa las brumas. En vez de enemigos estereotipados ofrecen seres con pormenor vital, que no sólo aportan calor humano al cliché infamante, sino una confirmación para los criterios previos a sus confesiones de culpa. Cuenta Lévi-Strauss cómo un juicio por brujería seguido contra un adolescente zuñi transcurrió del modo más instructivo. Tras cierto azoramiento ante acusaciones que podían conllevar la pena de muerte, el avispado joven fue comprendiendo que admitir los cargos sobre magia le abría camino para convertirse en futuro chamán de la tribu. Y así, la previsible víctima de su maldad se convirtió en curandero reconocido por el tribunal. En palabras del etnólogo francés:
La confesión transforma al acusado de culpable en colaborador de la acusación. Gracias a él, la hechicería y las ideas ligadas a ella escapan a su modo penoso de existencia en la conciencia, como conjunto difuso de sentimientos y representaciones, para encarnarse en ser de experiencia[6].
Este mecanismo posee un influjo difícil de exagerar en la inclusión del «arrepentido» como figura penal digna de indulto, remisiones de condena y hasta premios extrínsecos. Su actitud ha prestado realidad inmediata al discurso represivo, insertándole automáticamente en ese aparato como miembro de pleno derecho. Sean cuales fueren su personalidad y sus disposiciones, ha logrado que el estereotipo en cuestión —vicioso báquico, bruja caníbal, perverso sexual, espía comunista, hijo maldito de Sión, gusano reaccionario, etcétera— se haga persona de carne y hueso. Desde esa forma encarnada su confirmación del cliché es como un bálsamo, que alivia vacilaciones de comisarios y jueces a la hora de aplicar un derecho discutible en sí, despreciado por partes considerables del cuerpo social.
Ahora la problemática del arrepentimiento no espontáneo se aplica a delitos relacionados con el uso y comercio de drogas ilícitas, capítulo que constituye la principal fuente de condenas penales tanto en España como en otros muchos países. El primer hito en esta dirección es un reciente fallo de la Audiencia Nacional, donde aplica «por analogía» a un traficante colombiano la atenuante de arrepentimiento espontáneo. A finales de este junio, la División de Estupefacientes de Naciones Unidas ha recomendado a todos los países que establezcan un sistema eficaz de recompensas para estimular el «arrepentimiento», siguiendo métodos puestos en práctica antes por Norteamérica.
Allí se han dado casos realmente notables, como el de Michael Decker —exterminador profesional, confeso de unos veinte asesinatos—, que fue indultado, obtuvo empleo, un anticipo de 16.000 dólares y vivienda gratis por delatar a un importador de marihuana[7]. El entrapment practicado a costa de Marión Barry, actual alcalde de Washington, supuso maniobras combinadas de soborno y chantaje sobre una antigua amante, que se avino a ofrecerle una pipa con crack —cedida por el FBI— mientras alguien filmaba la escena.
Cabe preguntarse qué opinarían ciudadanos y jueces si un asesino profesional fuese indultado, contratado, alojado y obsequiado con un anticipo de 16.000 dólares por denunciar a un ladrón o a un contrabandista de armas. O si el alcalde de su capital fuese objeto de un atrapamiento análogo, con maniobras de soborno y chantaje sobre una antigua amante, para que el servicio secreto pudiera filmarle mientras contemplaba una película X. Evidentemente, ciertas sustancias psicoactivas —«la droga»— son otro tema, y para algunas personas su mero uso constituye algo más perverso que el asesinato o que financiar con fondos públicos una conspiración para excluir a cierto competidor político. También es cierto que bastantes personas no piensan lo mismo y que el recurso a «arrepentidos» es absurdo cuando hay denunciantes libres de responsabilidad, como acontece con todos los crímenes donde una víctima concreta actúa por sí o a través de sus deudos.
Ante la situación, no parece inoportuno tratar de pensar a medio y largo plazo. A tales efectos, constatemos que la rehabilitación del «arrepentido» no depende de dejar las drogas, sino de colaborar en capturas; se abren así, oficialmente, las puertas a una forma de vivir parapolicial y paracriminal a la vez, cuya manifiesta consecuencia es la formación de bandas criminales cada vez más vastas y sofisticadas. En otras palabras, el recurso para luchar contra el crimen organizado apoya al propio crimen organizado, concentrando el comercio cada vez en menos manos; si la amenaza de una condena hizo al «arrepentido» traicionar la confianza de amigos o colegas, la amenaza de los traicionados sobrará para hacer que pague su delación periódica con silencios periódicos, informaciones sobre redadas y otros servicios.
El coronel Arsenio Ayuso, de la Guardia Civil, aclaró hace pocas semanas a El País lo esencial del asunto cuando dijo:
Nadie da nada si no es a cambio de algo. Y ahora mismo no podemos ofrecerles nada. El dinero nunca es suficiente, y además es poco argumento para el que se juega la vida. Tienes que ofrecerles ventajas penales.
A nivel penitenciario, la propuesta de éste y otros mandos antidroga es libertad provisional sin fianza, libertad condicional en cualquier momento de la condena o, cuando los servicios sean menos relevantes, rebajar un grado las penas aplicables (dejándolas poco más o menos en la mitad). Pero la expresión «ventajas sociales» debe leerse también hacia el futuro, pues un buen «arrepentido» de esta índole se mide por el número y calidad de sus colaboraciones; al ser imposible que las obtenga sin frecuentar el milieu, opera allí impunemente mientras ceda al jefe de cada facción lo suyo. Revendiendo parte de lo capturado, y esforzándose —por simple supervivencia— en conseguir que haya más capturas y más sustancias capturables, el «arrepentido» representa una clara innovación tecnológica para el mercado negro.
Cuando la normativa inquisitorial ensayó esta estrategia, el resultado fue una casta de «arrepentidos» profesionales, dedicados entre otras cosas a la extorsión de familias acomodadas, como cuentan Pedro Mártir de Anglería, Agrippa de Nettesheim y varios renacentistas más. Y, en realidad, parece que las cosás no podrían funcionar de otro modo, pues la orientación otorga funciones de defensa social a delatores remunerados e irresponsables, sancionando un inevitable deterioro —en calidad humana— de la protección resultante. Como eso destierra a «aficionados» más escrupulosos, aplica medidas contra las grandes mafias que fortalecen sus apoyos, además de consumar una infiltración del crimen en la propia administración de justicia.
Pero ésta no es la única paradoja del caso. Del mismo modo que los inquisidores y sus auxiliares «arrepentidos» no esperaban la denuncia para incoar una causa, y se adelantaban al delito con cebos materiales y hasta chantajes tendentes a provocarlo —cuando no vendiendo por su cuenta untos brujeriles, como refiere Andrés de Laguna, médico de Carlos I—, las brigadas de estupefacientes y su personal auxiliar han llegado a montar un complejo sistema de inducción que sencillamente borra la diferencia entre acto espontáneo y acto no espontáneo, aunque eso sea lo nuclear en teoría penal de la culpabilidad. La DEA norteamericana, por ejemplo, anuncia en la prensa underground laboratorios para sintetizar drogas, y cuando alguien se interesa es acusado de conspiración contra la salud pública. Otras veces —como rutinariamente sucede ya en España— un «arrepentido» y un inspector se presentan armados en casa de algún usuario fingiéndose gánsteres, obtienen información sobre proveedores y —una vez capturada cierta cantidad de droga— presentan el anillo de consumo como red de tráfico. En casi medio centenar de vistas orales celebradas durante los últimos cinco años, tan sólo una Audiencia española —la de Córdoba— absolvió en una ocasión, por delito provocado, a las víctimas de esta maniobra; las demás alegaron que la jurisprudencia del Supremo sobre delito provocado se interrumpe a finales de los años sesenta (cuando España ratifica algunos tratados internacionales sobre drogas), y que la falta de espontaneidad en la conducta no exime de dolo.
La tercera paradoja se centra en las penas que recaen sobre distintos individuos. Si el reo es un delincuente habitual, que alega adicción como excusa para perpetrar diversos atracos, posee dos caminos igualmente prometedores: o bien se acoge a la doctrina del Supremo sobre sustitución de la condena por «tratamiento», o bien se convierte en «arrepentido». Si el reo no ha cometido nunca un delito contra las personas o la propiedad, no se declara adicto, sino usuario moderado, posee suficientes medios legales de vida y es hallado en posesión de ciertas cantidades de droga (cuya cuantía decide discrecionalmente el tribunal), puede recibir penas que superan los diez y hasta los veinte años de reclusión. Cuando España comience a aplicar los ya ratificados Convenios de Viena, donde se castiga el simple consumo, será perfectamente posible que reciban penas de cárcel quienes no cometieron jamás delito alguno, y que esquiven esa suerte criminales abyectos. Por tanto, la legislación y la jurisprudencia han acabado aplicando atenuantes y eximentes a quienes roban o matan alegando un ansia compulsiva de drogas, mientras extreman su severidad con quienes ni roban ni matan ni alegan un ansia compulsiva de drogas, aunque las consumen de modo regular u ocasional. En otras palabras, el ordenamiento prima o subvenciona el comportamiento de los primeros sobre el de los segundos.
La cuarta paradoja concierne al aspecto puramente económico de la represión. Supongamos que la brigada criminal pide oficialmente que se le adjudiquen los vehículos requisados a estafadores, ladrones y homicidas, y un porcentaje de su dinero y sus bienes. No hace falta ser jurisconsulto para entender que semejante cosa estimularía nuevas estafas, robos y homicidios, siendo por eso mismo desaconsejable. Sin embargo, el ya mencionado coronel Ayuso acaba de proponer —en línea con recomendaciones de Naciones Unidas— que:
Los medios de transporte y los de transmisión decomisados a narcotraficantes se adjudiquen sin trámite de subasta a las brigadas de estupefacientes, así como un porcentaje sobre los bienes y el importe del metálico aprehendido.
No es ocioso recordar que la cruzada contra la brujería apenas se cobró víctimas hasta entrar en vigor el sistema de bulas pontificias para los inquisidores y su séquito. Dichas bulas otorgaban, precisamente, un porcentaje sobre los bienes y el metálico aprehendido a los acusados, además de indulgencias plenarias.
Quizá legisladores y tribunales resolverán algún día las paradojas de sus respectivas decisiones, explicando de paso por qué calcan sus métodos sobre los otrora vigentes para perseguir cultos, ideologías y comportamientos íntimos. El derecho no es moral reforzada con premios y castigos, sino pauta de relación subjetiva más allá y más acá de morales particulares, acorde con la meta de hacer fluido todo tipo de intercambio voluntario entre adultos. O no entendí la carrera de leyes, o allí se enseña —desde diversos planos— que entrar en moralidad subjetiva constituye indiscreción e imprudencia para el legislador, y que infaliblemente se paga generando desprecio hacia la ley.
Si el derecho irrumpe a pesar de todo en tales terrenos, una mínima coherencia elegirá la moralidad más libre de moralina, más colmada de espíritu. Y para encontrarla basta atender a nuestra cultura jurídica y clásica, que se enseña en las Universidades como teoría de la culpa y de la pena. Pero esa tradición llama arrepentido al arrepentido, y delator al delator; además, tiene el inconveniente de sentir repugnancia ante todo método que provoque la indefensión de un acusado. Finalmente, está en juego una u otra concepción de la justicia. El arrepentimiento espontáneo nos lleva a confiar en la humanitas, tanto como el arrepentimiento remunerado nos lleva a desconfiar de cosa remotamente parecida. Lo uno implica que la responsabilidad constituye un derecho inalienable. Lo otro, que la responsabilidad depende de confirmar o no cierto discurso sobre el bien y el mal, sea cual fuere el componente de hipocresía aparejado al caso.
Valga para terminar una disgresión, a lo mejor no ociosa. Mi oficio lleva consigo corregir exámenes varias veces al año, y ayer apareció uno que forzosamente había copiado. Calcaba el texto básico salvo en dos o tres verbos, pero de tal manera que elegir esos verbos delataba una total incomprensión con respecto al contenido. Merecía un cero y una papeleta con la leyenda: «copiado, y mal copiado». Pero si no había sido cogido in flagranti, era a todos los efectos un examen válido, que desde cualquier perspectiva merecía aprobado largo.
Ese respeto ante el ritmo natural del acontecer delimita, según pienso, el horizonte del derecho cuando pretende orientarse por criterios racionales. A la ceremonia confuciana del examen corresponde la taoísta de su realización, dentro de un orden basado sobre el principio de que los pactos deben cumplirse. A la luz del principio imaginemos entonces un caso práctico: el supuesto copiador aspira a nota, ofreciendo denunciar a otros por haber copiado. ¿Qué hacer en un caso semejante? Algunos propondrán castigar activamente la ruindad. Otros sugerirán al sujeto que no pierda el tiempo estudiando, cuando le necesitan urgentemente en tantas brigadas antivicio.
[1] Livio, XIV, 1-2.
[2] Íbid., XVIII, 1.
[3] Íbid., XIX, 3-7.
[4] Cfr. T. Mommsen, Historia de Roma, Gongora, Madrid, 1876, vol. IV, pp. 1, 184.
[5] Cfr. J. Caro Baroja, Las brujas y su mundo. Alianza, Madrid, 1966, p. 35.
[6] Cfr. Lévi-Strauss, Antropología estructural. Rivadavia, Buenos Aires, 1968, p. 157.
[7] Cfr. J. Mills, The Underground Empire. Doubleday, Nueva York, 1968, p. 836.