Debería mover a sorpresa que, precisamente en política, la libertad y la seguridad puedan guardar una proporción inversa, donde el aumento de una implica reducción en otra. Desde una perspectiva puramente lógica, esa relación inversa resulta tan caprichosa como una relación inversa entre goce y deseo, luz y foco, contenido y recipiente. Ser libres es una seguridad, y estar seguros, una libertad.
Sin embargo, ver recortada la libertad (propia, ajena o ambas cosas) constituye para algunos una garantía de seguridad, quizá general y desde luego particular. Para otros, en cambio, premisa y fin de toda seguridad es el reconocimiento de una autopropiedad o soberanía personal por la que vale la pena luchar y hasta morir si necesario fuese. Como consecuencia de ello, se plantea el dilema de elegir entre valores potencial aunque no actualmente complementarios.
Se diría que la soberanía personal es un invento histórico, y que coincide con aceptar la historicidad como específica casa del hombre, frente a conceptos atemporales o cíclicos de gran residencia. Culturas muy estratificadas —la China tradicional o el antiguo Egipto, por ejemplo— se canalizan hacia una constante anulación del tiempo como vehículo de cambio, confiando para ello en la estabilidad de algún guía infalible. Pero hay también culturas volcadas a impedir la formación de pirámides jerárquicas, que cultivan un ideal de autosuficiencia opuesto al de interdependencia encarnado por feudos, reinos e imperios.
Sea como fuere, una entronización explícita de la libertad política no alcanza el registro escrito, en una sociedad demográficamente densa, hasta la constitución ateniense de Clístenes (508 a.C.). Tras un breve florecimiento en las polis helénicas y en la Roma republicana (donde nunca logró desarticular del todo el esquema oligárquico), esta conciencia desaparece del mapamundi hasta el Renaci-miento, para ser allí ahogada otra vez por una acción conjunta de Reforma y Contrarreforma que desemboca en las monarquías absolutas. Su semilla sólo pervive en algunos filósofos y en el pensamiento de la Ilustración, aunque sea instructivo observar algo más de cerca la postura ilustrada.
i.
Un sector propone actualizar el mando, limando sus asperezas y sustituyendo a la casta nobiliaria- sacerdotal en funciones por otra de científicos-pedagogos, sin poner en cuestión la majestas tradicional y su merum imperium, el derecho de vida y muerte sobre los súbditos por gracia divina o delegación patriótica.
Voltaire es el más encantador de estos ilustrados, si bien la orientación es más clara aún en D'Hol- bach y Helvecio, olvidados precursores del conductismo moderno. Para el primero, el tránsito del pecado original a la ética materialista es un problema de "legislación", resoluble cuando los poderes temporales "presten" a la moral la ayuda de los premios y castigos de que son depositarios", convirtiendo la previa tutela de almas en una eficaz manufactura de súbditos. Helvecio —que en esto coincide con el programa escolar de La Salle— presenta el espíritu como algo pasivo, a fabricar por la educación mediante el oportuno sistema de refuerzos, que finalmente equivalen a técnicas para establecer reflejos condicionados. La educación de los niños se basa desde luego en troquelar buenas costumbres y por eso mismo "legisla"; con todo, ahora se propone que dichas técnicas sean aplicables también a los adultos.
En el otro sector ilustrado hay disidentes. Montesquieu —que le parecía a Voltaire torpe de cabeza y frívolamente antimonárquico- tuvo la insolencia de diseccionar los fundamentos del poder político, sacando en conclusión que un ordenamiento legal es por naturaleza un sistema tendente a producir el "máximo de libertad" compatible con la paz pública. Rousseau —llamado por Voltaire "sombrío energúmeno", "retrasado gótico" y "enemigo del hombre"— tuvo la insolencia adicional de afirmar que al pueblo le sobraba pedagogía y le faltaba autonomía, y que estaba donde estaba —en la más abyecta miseria material y espiritual— gracias a ser tomado como menor de edad por sucesivos usurpadores Lo que emerge de una y otra obra, complementadas por las previas de Spinoza y Locke, es un
concepto abisal de la libertad. La condición humana queda vincula- da a ser libre como "derecho y deber”, que si en un sentido sugiere el asalto a las fortalezas del poder fáctico, en otro trae consigo una exigencia de responsabilidad no menos absoluta. Aligerada de incoherencias añadidas por el propio Rousseau (ante todo, el corte entre "voluntad de todos" y "voluntad general”), será esta línea —libertad=pensamiento = naturaleza humana— el fulminante de los posteriores procesos americanos y europeos, así como el último núcleo de la filosofía kantiana, fichteana y hegeliana.
Pero en ninguna manifestación histórica ha alcanzado, a mi juicio, tanta nitidez el radicalismo liberal como en el pensamiento de Thomas Jefferson, cuyas tesis podrían considerarse idealistas si no hubieran cristalizado en la más duradera constitución conocida. Redactor de la Declaración de Independencia, embajador en París desdé 1787 a 1790, ministro
de Exteriores con Washington, vicepresidente con Adams, presidente durante dos mandatos, maestro indiscutible para Madison y Monroe, los dos presidentes ulteriores, Jefferson es sin duda el Solón americano, y podemos recurrir a él para redondear el concepto de un radical práctico.
2.
En 1776 el Parlamento de París hizo una declaración que expone la cordura del viejo régimen:
“Las obligaciones del clero son la enseñanza y el culto, y contribuir al alivio de los desgraciados con sus limosnas. El noble consagra su sangre a la defensa del Estado y presta asistencia al soberano con sus consejos. La última clase de la nación, que no puede prestar al Estado servicios tan eminentes, paga su deuda hacia él con impuestos, industria y trabajos corporales”.
Ese mismo año Jefferson redacta la célebre Declaración, donde se
dice: "Sostenemos como evidente en sí que todos los hombres fueron creados iguales, que están dotados con derechos inalienables, y que entre éstos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Antes de acceder a la presidencia americana ha sacado adelante tres preceptos que liquidan puntualmente las recién mencionadas pretensiones del Parlamento parisino: la ley aconfesional de Virginia, la incompatibilidad de la ciudadanía americana con cualquier detentación de títulos nobiliarios y el fin de los mayorazgos. La meta de estos preceptos, y los siguientes, es que los ciudadanos tengan "un completo control sobre los asuntos públicos".
En el discurso que inaugura su mandato como presidente promete "un gobierno que impida a los hombres herirse unos a otros, pero que en lo demás les deje regular libremente sus propios proyectos de industria y mejora, y que no le quite de la boca al trabajador el pan ganado". Haciendo realidad eso último, reduce la burocracia a lo imprescindible, suprime toda clase de impuestos federales, sostiene los gastos del gobierno con ingresos provenientes de aranceles, paga la deuda pública a un ritmo varias veces superior al de Washington y Adams, y durante ocho años liquida el presupuesto con superávit, iniciando la política de invertir recursos públicos en instrucción superior y ciencia. Para explicar lo nunca visto antes o después en Estados Unidos —por no decir que en ningún otro Estado— utiliza una sencilla alternativa: “O economía y libertad, o profusión y servidumbre".
En términos administrativos, su tesis fue que cualquier república sabotea su propia base si no fomenta la descentralización de funciones. Propuso por eso añadir a la división por condados una división por distritos, aligerando al gobierno general de asuntos ajenos a su incumbencia. Sólo trascendiendo el voto periódico, desde lo que él llamaba "pequeñas repúblicas", podría cada hombre convertirse en "un miembro
activo del gobierno común, ejerciendo personalmente gran parte de sus derechos y deberes". Desde luego, halló una eficaz oposición en el legislativo federal, en los legislativos de cada Estado y, sobre todo, en el Tribunal Supremo. Pero nadie concreto osó entonces discutir el principio subyacente: los aparatos estatales no ostentan sus facultades para domesticar a personas y territorios, sino para promover el autogobierno de personas y territorios.
3.
Jefferson veta en el Estado tradicional un terrorista sistemático. El negocio del sacerdocio y la realeza sagradas, como el de sus ancestros bandoleros, fue vender protección coactivamente, bajo amenaza de catástrofe para quien no pagase el canon estipulado. De ahí, según él, que los hombres deban distinguir muy cuidadosamente las amenazas que se siguen de ser insolidarios unos con otros, y las que esgrime el clan investido como escudo de todos. En otro caso seguirán pagando estipendios para no ser saqueados por sus propios protectores Como refinamiento del saqueo se inventó la ortodoxia, suponiendo que la verdad y la razón se concentran necesariamente en el soberano y sus delegados. Tras definir la verdad como realidad de las cosas, y la razón como saber transmisible acerca de esa realidad, el proyecto virginiano de ley sobre libertad religiosa, redactado por Jefferson 10 años antes de caer la Bastilla, afirma:
"Las opiniones de los hombres dependen de su propia voluntad, pero siguen involuntariamente la evidencia propuesta a sus mentes (...). Todos los intentos de influir sobre el entendimiento mediante castigos temporales, cargas o incapacitaciones sólo tienden a engendrar hábitos de hipocresía y perversidad (...). Bastante es para los legítimos propósitos del gobierno que sus funcionarios interfieran cuando se produzcan actos abiertamente contrarios a la paz y el buen orden. La verdad es grande, y prevalecerá si queda li
brada a sí misma (...). Nada tiene que temer en el conflicto con el error si no es despojada por interposición humana de sus armas naturales, que son la libre argumentación y el debate ”1[1] [2]).
Dos años más tarde, en las Notas sobre Virginia, reitera:
“Sólo el error necesita apoyo del gobierno. La verdad se vale por sí misma”
En 1787, siendo embajador americano en París, reprocha a J. Madison que admita duras medidas represivas contra la revuelta de Massachussets: "Un poco de rebelión es cosa buena, y tan necesaria en el mundo político como las tormentas en el físico (...). Los gobernantes republicanos honestos han de ser indulgentes en el castigo de las rebeliones, a fin de no desalentarlas en demasía, pues constituyen una medicina necesaria para la buena salud del gobierno" I[3] [4] [5]). Al fin y al cabo, su país es el único que ha cambiado su forma de gobierno "bajo la única autoridad de la razón, sin derramamiento de sangre" W. En 1800 —año previo a su elección como presidente— jura "hostilidad eterna a toda forma de tiranía sobre la mente del hombre" (5). Informado sobre una iniciativa del Congreso para prohibir cierto libro por blasfemia, comenta:
“¿De quién habrá de ser el pie a cuya medida tendrán que cortarse o estirarse los nuestros? (...) Es un insulto para nuestros ciudadanos poner en cuestión si son seres racionales o no (...). Si el libro fue-seperseguido, todo americano se considerará en el deber de adquirir un ejemplar” ([6] [7] [8]).
4.
Casi dos siglos después, hoy, vemos que los ciudadanos aceptan sin la menor protesta ser tra
tados como seres irracionales, que necesitan una tutela ubicua del Estado. Finalmente idéntico en el Este y en el Oeste, el Welfare State se alza como promesa de dicha y reconciliación.
No faltan tampoco algunos, para los cuales ese Estado es un compromiso inestable, que perpetúa las viejas pautas de dominio con simples cambios de fachada: se otorgan a un estamento médico- policial las facultades del viejo estamento eclesiástico, a la propaganda las del legislativo y al deporte las de la cultura. Otros retoques ornamentales trasladan los centros de decisión —en materias de interés universal— a consorcios guiados por intereses reconocidamente particulares (empresas multinacionales), la discre- cionalidad del elector a una opción entre partidos ilusoriamente distintos (hay más diferencias dentro de cada formación política dominante que entre los planes explícitos e implícitos de unas y otras), y la plenitud vital al consumo de productos evanescentes
impuestos al gusto con técnicas de lavado cerebral.
Curiosamente, los disconformes con esas modificaciones en la forma se han venido denominando neoconservadores, y progresistas los conformes con ellas. Es progresista creer que "el sistema político-administrativo debe asumir, programáticamente, la tarea de regular y guiar la vida de la población” O). Y que el Estado del bienestar "manifiesta el deseo general de apoyar la supervivencia de>algunos" (8^, aunque sea contra la voluntad de éstos. Debe salvar a los no integrados, reconduciéndoles a un consenso sobre cosas deseables. Para ser exactos, su tarea es una nivelación específica, que —respetando las coordenadas capitalistas— se mantenga como nivelación psíquica, compatible con cualesquiera desigualdades materiales. Este trasfondo de rigurosa semejanza mental y no menos rigurosa disparidad económica es —como premisa de/gobernabilidad"— lo que finalmente significa "integración social".
¿Estamos ante la última etapa de una jornada o ante la primera de otra? Cabe ver en el movimiento de los siglos un incontenible despliegue de la igualdad, que lleva de la teocracia a la aristocracia y de ella a la democracia; tras innumerables mediaciones y retrocesos, el gobierno de uno se convierte en gobierno de varios y, por último, en gobierno de todos. Esto justifica la historia misma, "como altar donde se han sacrificado la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos" [9] [10] [11]. El pueblo, demos, es al fin reconocido duraderamente en todo el planeta como única fuente de poder legítimo, y los gobiernos de la tierra no se atreven a negarlo.
Aceptaremos como provisional desdicha que el pueblo sea suplantado por facciones orientadas a perpetuar las desigualdades de rango, oportunidades y decisión, al mismo tiempo que estimulan una homogeneización del gusto y el criterio. Pero ya a mediados del siglo XIX el conde Alexis de Tocqueville cerraba su investigación sobre la democracia en América con una profecía:
“No es la anarquía el mal principal que amenaza a la era democrática, sino más bien el menor de ella. La igualdad suscita, en efecto, dos tendencias; una impulsa directamente a los hombres a la independencia y puede llevarles a la anarquía, y otra los conduce por un camino más largo y más oculto pero más seguro a la servidumbre. Los pueblos perciben fácilmente la primera y se resisten, pero se dejan arrastrar por la otra sin darse cuenta.
Por lo que a mí respecta, lejos de reprochar a la igualdad la rebeldía que inspira, la alabo principalmente por ella. La admiro porque deposita en el fondo del espíritu y del corazón del hombre esa noción oscura y esa tendencia instintiva de la independencia política, y prepara así el remedio al mal que ella misma origina”(io)_
Para Tocqueville, los regímenes democráticos abrían hermosamente el entendimiento popular; sustituían la enseñanza de alguna fe sectaria por una introducción a las ciencias; preparaban a los hombres para un acceso igualitario al arte. Sin embargo, alejaban el recuerdo de la razón encarnada por el ciudadano, nacido sobre las ruinas del señor y el siervo como voluntad de autogobierno y custodia de la diferencia, una diferencia donde descansa la riqueza y espontaneidad de la naturaleza humana. “La mayoría", añade, "estima que el gobierno
(10) A. de Tocqueville, La democracia en América, Alianza, Madrid. 1980, vol. 11. p. 244.
obra sin acierto, pero todos piensan que el gobierno debe obrar sin cesar e intervenir en todo" í[12]). Eso resulta imposible sin que las pasiones políticas se reduzcan a un amor por la tranquilidad, cuyo resultado es un culto al inestable presente, con la consiguiente y automática donación de nuevos poderes y derechos individuales al poder central. Su merum impe rium aumenta sin cesar, aunque los investidos por él se sucedan cada poco tiempo; ello refleja, a su vez, que —llevados a la atomización— cada uno de nosotros sea tan independiente como débil.
“No sólo el poder soberano se ha extendido a toda la esfera de los antiguos poderes, sino que —insuficiente ya ésta para contenerle— desborda todos sus límites y se derrama sobre el dominio reservado a la independencia individual. Nuestros príncipes ya no se conforman sólo con dirigir al pueblo; han emprendido la tarea de conducir y aconsejar a cada uno en los diversos actos de su vida y, si llegara el caso, querrían hacerle feliz a pesar suyo. Jamás existió nunca un soberano que haya intentado someter indistintamente a todos sus súbditos hasta en los detalles a una regla uniforme (...). Se esfuerza con gusto en hacerles felices, pero en esa tarea exige ser el único agente y el juez exclusivo ” ([13]).
6.
Tocqueville sentía la nostalgia de un estamento nobiliario en rápida descomposición. Clístenes y Jefferson fueron patricios en sociedades donde una masa de esclavos aseguraba mano de obra a precio de coste. En principio, la democracia contemporánea se establece a costa de todos, y eso la hace más gravosa para bastantes. Sin embargo, algo nuclear falla si el gravamen se acerca remotamente al tributo pagado a los antiguos señores. La promesa de Jefferson fue que "no llegará a
la milésima parte del que se pagaría a reyes, sacerdotes y nobles” l13).
Ahora bien, no es en absoluto claro que este gravamen sea hoy inferior a los diezmos, cánones, corveas e impuestos del viejo régimen. Los Estados tutelares se asemejan progresivamente al abdomen desproporcionado de la hormiga reina, cuya fertilidad impone una movilización frenética de todos y de todo para un proyecto que galopa sobre tinieblas. Rompiendo la comparación, el abdomen de las reinas tiene en los termiteros límites fisiológicos y ecológicos claros, mientras el aparato estatal contemporáneo descubre ampliaciones cada día; día a día también se agrava su crisis "fiscal", pues el precio de la tutela crece con un ritmo superior al acopio de rentas, degradando progresivamente lo prometido.
En cualquier caso, brilla por su ausencia el proyecto político como proyecto de emancipación individual, favorecida en vez de coartada por el desarrollo de la técnica. Lo reemplaza entretener, orientar, curar y controlar a masas aburridas, desorientadas, neuróticas e irracionalmente explosivas, cuya existencia en insalubres me- gápolis no sugiere al tutor robustecimiento del sentido crítico y profundización en el ánimo. Inmersas en la impersonalidad, como propuso Heidegger, estas masas tienen en propio la avidez de novedades y la falta de paradero.
7.
Una oleada de conformismo emergió desde principios de los 70, en respuesta al esfuerzo de algunos por tomar las riendas del autogobierno y, sobre todo, por intervenir sin prejuicios en las decisiones futuras del poder central ya existente. Lo que resta de aquella contestación es una actitud ecologista, comprensiblemente preocupada por la devastación del orbe, aunque incapaz de asumir en términos globales la
- Jefferson, 1987, p. 416.
CLAVES
defensa del individuo y su dignidad.
Acosada por la presión demográfica, y como preparándose para alguna empresa colectiva no factible sin una rigurosa uniformi- zación, que supone al mismo tiempo una infantilización de los deseos, la especie humana es ahora un rebaño dócil. A cambio del pasatiempo, basado en un consumo de sucedáneos cada vez más alejados de los originales previos, se ofrece como materia ^receptiva a cualesquiera consignas, distribuidas por los cauces cada vez más sofisticados del mando. Hay inmensos adelantos precisamente allí, en las técnicas manipulatorias de la conciencia, en el teledirigido condicionamiento del gusto y el juicio.
Ciertas zonas apenas exhiben ya sicarios del poder soberano, al estilo antiguo, con solemnes ejecuciones públicas para réprobos. El miedo del ciudadano subsiste intacto —con males creados o fomentados ppr.ios propios gobiernos (guerra fría o caliente, terrorismo, drogas, inflación y recesión económica, nuevas formas de marginalidad asocial, etc.)—, pero está replegado en lo más interior y se vincula a pequeños detalles; la sumisión a instancias tácticas, ajenas por completo a los negociadores legítimos en el juego de la democracia parlamentaria, apenas se experimenta ya como sumisión a la fuerza.
Es este conjunto de cosas lo que replantea una alternativa radical, colosalmente anacrónica a la vez, encaminada a una mejora no engañosa en la calidad de vida. La estrategia dista de ser nítida, y menos aún sencilla; depende, para empezar, de un análisis que actualice la crítica hecha hace décadas al sistema vigente por acumular "posibilidades incumplidas" y, en consecuencia, por traicionar las oportunidades que ofrece el estado de la técnica para hacer más serena y justa la existencia, en vez de más alienada. El concepto de alienación, tan común ayer en la teoría y tan inhabitual hoy, sigue prestando sentido a procesos que —vistos desde otra perspectiva— se cobijan cómodamente en'lo arbitrario.
8.
Pero si la estrategia resulta discutible, y pide diseccionar previamente los nuevos resortes de control social, a nivel de principios cabría enunciar los más tópicos, siquiera sea porque no parecen haber variado desde hace milenios, y porque su aplicación supondría —todavía hoy— drásticas modificaciones en la ley vigente. Sin salir de Jefferson, esta propuesta de razón práctica defiende que:
- La mente humana debe reconocerse libre e irreprimible por naturaleza, siendo criminal cualquier intento de influir sobre ella mediante intimidación.
- Fundamento de todos los derechos humanos, libertad y responsabilidad son indisociables. Quien trate de disociar una y otra miente interesadamente: a) para hacer que otro asuma sin libertad una responsabilidad; b) para presentar la libertad de otro como irresponsabilidad.
- El deber supremo del ciudadano es alzarse contra cualquier forma de tiranía, individual o colegiada, velada o abierta.
- La virtud cívica consiste en desconfiar de todo poder coactivo, contribuyendo así a que éste se ciña a lo imprescindible; el vicio gregario consiste en adherirse sumisamente él, contribuyendo a que crezca más allá de lo imprescindible.
- La libertad de acción sólo puede limitarse como consecuencia de actos que lesionen concretamente a otros, y la coacción no puede emplearse para defender a nadie de sí mismo. Las corporaciones que desempeñan este tipo de defensa son ilegítimas.
- La tiranía contemporánea posee formas recurrentes, entre las cuales destacan:
- a) La desvirtuación de la democracia, que consiste en no orientar permanentemente el gobierno a la promoción del autogobierno, frustrando la descentralización de funciones y manipulando la ingenuidad popular.
- La corrupción del mandato electoral, que consiste en defender privilegios no previstos por el elector e incluye el mantenimiento de castas, los secretos oficiales, la impunidad para gobernantes y otros abusos contrarios a la premisa de que la ley rige para todos sin excepción, pero muy especialmente para quienes ostentan funciones públicas.
- El expolio burocrático, que consiste en el reparto no equitativo de la carga tributaria entre los ciudadanos, con una u otra excusa.
- El bandolerismo, que consiste en la venta de seguridad para peligros creados mediata o inmediatamente por el propio protector.
- El sectarismo, que consiste en exigir uniformidad de opinión y costumbres en nombre de algo que se apoya sobre una u otra forma de censura y, por tanto, sobre la suplantación del entendimiento subjetivo. La consecuencia inmediata del sectarismo es una pérdida de fronteras entre eticidad y derecho que pudre ambas esferas; una eticidad apoyada sobre premios o castigos externos es mera hipocresía, y un derecho al servicio de cierta eticidad es perversa injusticia.
- El fraude, que consiste en huir
hacia adelante, hipotecando generaciones venideras a problemas que el tiempo agrava en vez de aliviar. Esto significa que "ninguna generación puede contraer deudas superiores a las pagaderas durante su propia existencia" y que "ninguna sociedad puede hacer una constitución perpetua, o siquiera una ley perpetua" H4) lo contrario supondría entregar a los muertos el reino de los vivos.
[1] T. Jefferson, Autobiografía y otros escritos, Tecnos, Madrid, 1987, pp. 321-322.
[2] Ibid., pp. 282-283.
[3] Ibid., p. 436.
[4] Ibid., p. 474.
[5] Ibid., p. 594.
[6] The Complete Jefferson, S. K. Padover
(ed.), Libraries Press, Freeport (N.Y.), 1969,
[9] C. Offe, Contradictions of the Welfare State, Hutchinson. Londres, 1987. p. 60.
[10] R. Titmuss, Essays on the Welfare State, Allen & Unwin, Londres. 1963, p. 39.
[11] Hegel, Leçons sur la philosophie de l'histoire, Vrin, Paris, 1967, p. 30.
[12] Ibid., p. 246.
[13] Ibid., p. 256 y 263.